jueves, 17 de abril de 2014

Leones Dirigidos por Asnos

 
De malos a muy malos fueron la inmensa mayoría de los generales que mandaron en la primera guerra mundial tanto de un bando como del otro, lo que tristemente contrastaba con la bravura y resolución mostrada, la más de las veces, por las tropas. “Leones dirigidos por asnos”, la frase se popularizó desde mucho antes que terminara una contienda en la que millones de hombres fueron lanzados a la muerte en ataques sin sentido fruto de estrategias obsoletas, errores de cálculo, ciega soberbia o simple y llana ineptitud. El ejemplo más célebre de esta incompetencia es, probablemente, el desastroso primer día de la batalla del Somme, cuando las vidas de miles de jóvenes reclutas británicos alegres, optimistas, entusiastas y patriotas fueron segadas por las ametralladoras alemanas. Ese día negro  (01 de julio 1916) es aun hoy considerado como el peor en la historia militar británica: casi 60 mil muertes. El responsable fue un pomposo militarillo llamado Douglas Haig. Ya antes otro fatuo general británico, John French, había sido culpable  de una serie de cruentos desastres en Flandes producto de su necedad y soberbia. Pero no solo británicos fueron los comandantes fracasados.  Los casos de incompetencia en los altos mandos abundaron. Por parte de Alemania fue palmaria la impericia, en una primera etapa, de los generales Moltke y Falkenhayn, incapaces de aplicar con eficacia las complejidades del famoso Plan Schlieffen. Serían sustituidos en el azaroso frente occidental por dos obtusos militares de la añeja escuela prusiana: Hindenburg y el infumable Ludendorff, quienes habían ganado fama en el frente oriental al enfrentar a los todavía más estúpidos generales rusos. La parejita Hindenburg-Ludendorff no se cansó de desperdiciar oportunidades ni de derramar vidas germanas en los campos de la Francia nororiental, siendo el infierno de Verdún el caso más siniestro.
 
En el lado francés infame es el recuerdo que dejaron, por ejemplo, ineptos comandantes como Robert Nivelle y el obsesivo y obstinado Joseph Joffre. Lo mejor de la juventud gala desperdiciada en las trincheras por culpa de las malas decisiones de este par de tontos, y no fueron los únicos. Por su parte, los italianos padecieron las pifias de Luigi Cadorna y los rusos tuvieron en el insensato zar Nicolás y su limitadísimo estado mayor a su peor enemigo. El imperio Austro-húngaro se puso en las manos de uno de los peores casos en esta feria de nulidades, el pedante Franz Conrad von Hötzendorf, un verdadero desastre nacional. Y así un largo etcétera.
Claro está, hubo excepciones importantes. La visión de Petain salvó a Francia en Verdún, la eficaz campaña emprendida en 1916 por el talentoso general ruso Brusilov evitó que el frente occidental colapsara para los aliados y, probablemente, a la larga decidió el resultado de la contienda. La negligentemente planeada campaña de la península de Gallipoli (animada, sobre todo, por el Primer Lord del Almirantazgo, un tal Winston Churchill) fue eficazmente repelida por un general diestro y carismático, una rareza en el podrido Imperio Otomano: Mustafa Kemal, más tarde conocido como Ataturk. La campaña en 1918 en el final de la guerra ha sido una de las más exitosas en la milenaria historia del ejército británico. Algunos generales como Plumer, Allenby (junto al famoso Lawrence de Arabia) y Monash tuvieron un destacadísimo desempeño en los campos de batalla. Pero la regla fue tolerar la más absurda incompetencia, la desidia, la marcada soberbia siempre acompañada por el absoluto desinterés en la vida y bienestar de los rasos. La opinión  pública no tardó en reprocharlo y en exponer a los torpes generales al ridículo. Los culpaban de enviar con indiferencia a los hombres a las trincheras en pésimas condiciones y siguiendo criterios tácticos y estratégicos inoperantes. Mandamases como Haig, French o Nivelle eran descritos como tontos atrapados en viejas fórmulas y clichés pasados de modas y sus formas e indiferente sobre sus hombres. Libros y libelos comenzaron a aparecer con títulos como “Los Burros” , “Los Carniceros” o “Los Chapuceros de la Gran Guerra”.
Más recientemente, los historiadores han mirado con mucho más benevolencia y nuevas perspectivas los problemas que los generales de la Primera Guerra Mundial debieron enfrentar. Era cierto que las academias militares de donde procedían estaban atrapadas en viejas fórmulas útiles para la guerra del siglo XIX, pero ineficaces para afrontar las nuevas técnicas y tecnologías del siglo XX. Estaban frente a un tipo de guerra que simplemente nunca había existido antes, con armas completamente novedosas con un poder destructivo nunca antes conocido como tanques, gas venenoso, aviones, súper cañones y, sobre todo alambradas y ametralladoras. Las nuevas tecnologías impidieron por años romper el punto muerto de las trincheras. A la mayoría de los generales ciertamente les tomó más tiempo dominar los nuevos tipos de lucha. Una minoría supo adaptarse más rápido. Sin duda cometieron algunos errores horribles, como el ya citado ataque en el Somme en 1916 y el desastroso ataque a Passchendaele el año siguiente.  Pero también se tuvieron  algunos grandes éxitos. Sería absurdo pretender, nos dicen los historiadores revisionistas, que los generales de la Primera Guerra Mundial aran todos estúpidos. Sin embargo, la principal reproche que se les sigue haciendo a quienes comandaron a los grandes ejércitos de aquella época  hace a los generales de la Primera Guerra sigue en pie y se refiere a la indiferencia con la que tomaron la muerte de millones de vidas, algo sin precedentes en la historia militar mundial, sin que tomaran medidas para recortar las bajas. Esa mancha quedará por siempre en la historia

martes, 8 de abril de 2014

Sofía Chotek, la otra víctima de Sarajevo


 
Es bien sabido que la Primera Guerra Mundial estalló tras el atentado que le costó la vida al archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del imperio austrohúngaro, pero eso día también perdió la vida su esposa Sofía Chotek, la infortunada condesa de segundo rango que tanto sufrió con los desprecios y desazones que debió padecer en la rigurosa corte de los Habsburgo.  Nacida en 1868 en Stutgart, María Josefa Albina von Chotkow und Wognin era la cuarta hija de un conde de origen checo llamado Boguslaw Chotek. Se trataba de una familia acomodada y dueña de un cierto título nobiliario, pero de ninguna manera pertenecía a la elevadísima esfera social que las casas reinantes europeas. De hecho, se encontraba años luz de los Habsburgo. Sofía estaba destinada, por tanto, a desempeñar un papel secundario en la antipática estructura social de aquellos poco democráticos años. Logró, sin embargo, Sofía integrarse al séquito de damas de compañía de la Archiduquesa Isabel, esposa del Archiduque Federico, Duque de Teschen, cuya hermana María Cristina era madre del a la sazón rey español Alfonso XIII.

Sofía conoció al archiduque Francisco Fernando durante un baile de gala que tuvo lugar en Praga. Inició a partir de ese día una relación amorosa tan tórrida como subrepticia. Francisco Fernando empezó a visitar  asiduamente el palacete de su tía, la archiduquesa Isabel, quien interpretó tanta frecuencia en estas “pasaditas a saludar” al feliz hecho a que el heredero estaba interesado en alguna de sus hijas casaderas. La sorpresa y la desilusión fueron enormes cuando un día, por andar husmeando entre las cosas de su sobrino, la archiduquesa encontró una foto de Sofía. Fulminante fue Isabel en sacar conclusiones. Procedió a despedir de forma no menos vertiginosa a la interfecta, quien terminó “Corrida ora sí que como chacha”, según expresión típica de las buenas amigas de San Pedro Garza García de mi cuate Eloy Garza.

¡Pobre archiduque Francisco Fernando! Nadie pudo haber soñado que la violenta muerte de este señor tan desairado fuera a provocar la hecatombe de una guerra mundial. El heredero fortuito al tambaleante imperio Austro-Húngaro nació un día de diciembre de 1863 como hijo de Carlos Luis de Austria, hermano menor del emperador Francisco José y del malhadado Maximiliano, aquel que fuese ejecutado en nuestro Cerro de las Campanas. Desde joven mostró talento únicamente para ser uno de tantos nobles buenos para nada que pululaban en la corte de los Habsburgo, aficionados a la caza, a los viajes y a los placeres de la cama y la mesa. Eso sí, según sus mentores Francisco Fernando siempre fue buen alumno, obediente y dueño de una actitud digna y honesta. Una placentera irrelevancia le esperaba como ventura, pero el travieso destino hizo de las suyas. Su primo Rodolfo murió junto con su amante María bajo muy extrañas circunstancias en Mayerling, e inopinadamente Francisco Fernando se convirtió en el sucesor del Imperio.

El emperador Francisco José, que siempre consideró a su sobrino como una verdadera nulidad de mediocre intelecto y carácter pusilánime, quedó devastado al saber que su heredero era este mequetrefe. Y ahora, para colmo, el fulanito salía con que se enamoraba de quien no debía. ¡No les digo! Pero Francisco Fernando estaba demasiado enamorado de Sofía y movió cielo y tierra para obligar a la nobleza austriaca a aceptar a su dama. El emperador Francisco José I dejó claro desde el principio a su sobrino que no podía casarse con la noviecita. “Ten conciencia de Estado, demonios”, le espetaba casi cada que lo veía. El escándalo fue tal que llegó a oídos de las cortes extranjeras. Nicolás II de Rusia, Guillermo II de Alemania e incluso el Papa León XIII enviaron misivas implorando al monarca austríaco que permitiese celebrar la boda, dado que el distanciamiento entre tío y sobrino estaba llegando a límites ridículos, aunque se dice que el malvado Kaiser disfrutaba del asunto burlándose “entre carcajadas” de la puntada del heredero austriaco. Por otra parte, muchos en la corte de los Habsburgo temían un nuevo “Mayerling” (supuesto suicidio de Rodolfo y maría por motivos románticos) y empezaron a presionar para que Sofía fuera aceptada.

Finalmente accedió el anciano emperador, pero solo bajo la condición  de que Sofía no fuera coronada ni tratada como emperatriz. Además, la descendencia de tan morganática pareja no tendría oportunidad alguna de heredar el trono. Francisco Fernando no podría estar con su esposa en actos oficiales, donde le acompañaría una de sus tías o primas. Total, la boda se fijó para el 1 de julio del año siguiente, aunque ni el Emperador, ni los hermanos del novio, ni la mayoría de la tan bonita familia Habsburgo asistió a las nupcias. Sí fueron, en cambio, su benévola madrastra, la Archiduquesa María Teresa con sus hijas. El matrimonio fue feliz, dentro de las circunstancias que los rodearon siempre. Tuvieron tres hijos: Sofía, Maximiliano y Ernesto. Al menos en el terreno privado, el amor para Francisco Fernando y Sofía había triunfado.

La realidad es que Francisco Fernando era menos bobo de lo que su tío siempre quiso suponer. Más allá de su muy impugnado matrimonio, el heredero estaba consciente de que el Imperio atravesaba una profunda crisis y de que urgían reformas. Era partidario de iniciar reformas diseñadas a integrar a las minorías eslavas. Por eso tuvo un particular interés en visitar Sarajevo, capital de la recientemente integrada provincia de Bosnia. Además, ese viaje le daría la oportunidad -que jamás tenía en Viena, Praga o Budapest- de saltarse el protocolo y lucir a su esposa sin complejos. Pasearían juntos muy orondos por toda la ciudad, y ella tendría, aunque fuese efímeramente, el rango que la esposa de un heredero imperial debía tener.

La historia registra que el 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando visitaba la ciudad de Sarajevo paseando junto con su esposa en un automóvil descapotable. En Viena varios ministros metiches le habían advertido al heredero sobre un posible atentado, pero Francisco Fernando no hizo caso  y puso marcha el bonito plan de visitar la ciudad. En el trayecto por las calles de Sarajevo un terrorista arrojó una bomba contra el coche descapotable con el Archiduque, misma que hirió a un oficial, pero nada le hizo a la morganática pareja, la cual siguió su camino hacia la alcaldía. Se le recomendó otro camino para el regreso, pero él, fiel a aquello de “nobleza obliga” decidió ir a visitar al oficial herido al hospital militar. El error terminó por costarle la vida a él, a su menospreciada conyugue y, en el transcurso de los siguientes trágicos cuatro años a aproximadamente nueve millones de personas. El nacionalista serbio Gavrilo Princip, perteneciente a la sociedad secreta “La Mano Negra” (nada que ver con las chiras pelas), interceptó el auto y disparó contra sus ocupantes. El archiduque empezó a sangrar por la boca; su esposa se desplomó tras recibir un disparo en el vientre. Murieron en pocos minutos. Francisco Fernando alcanzó a musitar:Sofía, no mueras, vive por nuestros hijos…”
La manera trágica en la que fue ultimada junto con su marido  no fue óbice para que la soberbia de los Habsburgo no se permitiera propinarle a la pobre Sofía una postrer humillación  Francisco Fernando fue enterrado, con todos los honores, en Viena, la capital de los Habsburgo. Su esposa recibió sepultura a su lado, pero un ojo avizor tuvo la poca delicadeza de poner el catafalco de la difunta 45 centímetros por debajo del de su marido, para denotar así la diferencia de rango existente entre los cónyuges, incluso en la muerte. Mientras a los pies del archiduque se colocaron los símbolos de heredero al trono, a los de Sofía sólo se puso un abanico, símbolo de que la fallecida era tan sólo una dama de la corte y no la consorte del heredero al trono. El emperador felicitó al responsable por ese "pequeño detalle de buen gusto".