La política nunca ha sido una labor precisamente incólume, pero estos tiempos oscuros son los del paroxismo de la indecencia. Es una era de populismos desbocados, verdades alternativas, xenofobia, discurso de odio, cinismo e hipocresía, todo ello manifiesto en sus más exacerbadas formas. A lo largo de los cinco continentes las democracias se degradan hasta convertirse en grotescas caricaturas, incluso en países de profunda raigambre democrática como, se supone, lo es Estados Unidos. El (todavía) país más poderoso del mundo ha estado desde siempre orgulloso de su vigorosa vida institucional. Cuando Donald Trump ganó la presidencia muchos analistas afirmaron que las eficaces instituciones políticas serían el antídoto perfecto para las pulsiones autoritarias y el incontrolado narcisismo del nuevo presidente. Para eso estaban los jueces, los partidos, el Congreso y la opinión pública. Pero esos contrapesos han sido minados por el Partido Republicano.
Desde hace ya un par de
décadas los republicanos funcionan como una secta. Cerraron el gobierno en la
década de 1990 y entablaron un juicio de impeachment a Bill Clinton por
una cuestión mucho menos grave que cualquiera de las muchas tropelías de Trump.
Con Obama avivaron las llamas del racismo con la teoría de supuesto nacimiento
del presidente en Kenia, mantuvieron a la economía global como rehén para
forzar recortes del gasto público y adoptaron el obstruccionismo como razón de
ser de su labor legislativa. Últimamente se han dedicado a aprobar reglas
electorales diseñadas para restringir el derecho del voto a las minorías y, por
supuesto, tenemos la forma precipitada como pretenden hacer aprobar el
nombramiento de una jueza conservadora para la Suprema Corte cuanto estamos a escasas
semanas de la celebración de la elección presidencial. Este caso no puede ser
considerada aislado. Es sintomático de la profunda descomposición de la
política estadounidense. Este tipo de
radicalismo no es en absoluto normal. Los republicanos se alejan del
conservadurismo tradicional y se radicalizan, pareciéndose cada vez más a partidos
extremistas como el Fidesz de Viktor Orbán en Hungría o el AKP de
Recep Tayyip Erdogan en Turquía, los cuales han trabajado activamente para
desmantelar la democracia en sus respectivos países. El otrora “partido de
Lincoln” sigue con cada vez mayor claridad patrones comunes vistos entre los
autoritarios populistas que inicialmente ganaron el poder por medios
electorales y, ya en el gobierno, hicieron aprobar cambios legales destinados a
asegurar la hegemonía de un solo partido y, al mismo tiempo, se afanaron en marginar
o controlar instituciones de rendición de cuentas como el Poder Judicial y los
organismos autónomos.
Y lo esto lo hacen de forma
indecente, supuestamente a nombre del pueblo y de la “genuina democracia”. Indecencia
como la exhibida por el hoy convaleciente Trump (¡De Covid! ¿Justicia divina o
poética?) quien durante el debate presidencial prodigó interrupciones y
arrebatos de crasa vulgaridad. Repitió el Duce de Mar-a-Lago que los demócratas
pretenden robarse la elección y se negó, una vez más, a garantizar una
transición pacífica en caso de perder. Trump adopta la postura clásica del
aspirante a dictador de república bananera; mis oponentes no pueden ganar, y si
lo hacen, simplemente no lo aceptaré. Todo esto lo dice y hace con la indecente
complicidad del Partido Republicano.
Dicen los politólogos Ziblatt
y Levitsky (autores de un libro de moda: ¿Cómo mueren las democracias?) que el proceso
del fin de un régimen democrático comienza cuando un partido en el gobierno adultera
las normas fundamentales para neutralizar contrapesos del poder. Las Cortes Supremas,
en su papel de máximas intérpretes de la Constitución de una República, son bastiones
esenciales de la división de poderes. Por eso es que los tiranuelos de nueva
cepa como los que padecen en Venezuela, Turquía, Hungría y un cada vez más
largo etcétera procuran someterlas a la brevedad posible. Sucede ahora en
Argentina, donde el partido peronista pretende abusar de su mayoría
parlamentaria para reemplazar a los magistrados que considera no afines. ¡Y en
México! Bueno, entre nosotros el paroxismo de indecencia lo acabamos de ver con
la ignominiosa resolución de la Suprema Corte sobre la absurda consulta para
enjuiciar a los ex presidentes, hecha a la medida para complacer el capricho de
un presidente autoritario. De manera asaz indecente el ministro Zaldivar renunció
a sus obligaciones como jurisconsulto neutral y experto para forzar una
decisión recurriendo a la más pedestre politiquería. Quedó en evidencia que
carecemos de un tribunal constitucional confiable. Es de una gravedad tal lo
sucedido que podemos dar por muerto el Estado de Derecho. Ahora cualquier cosa
puede pasar. Se declaró la constitucionalidad de una propuesta extravagante y
peligrosa. El galimatías redactado por
los jueces de la Suprema para dar gusto a AMLO será recordado como una infamia
histórica: incoherente, confuso, una
joya solo concebible en el surrealista país natal de Mario Moreno “Cantinflas”. Cedió la Corte a
las presiones y amenazas veladas de un presidente desbocado quien le había
advertido: “si se rechaza la consulta popular sobre el juicio contra cinco ex
presidentes, yo me deslindo y que el Poder Judicial asuma su responsabilidad”. Incluso
el Caudillo habló de la eventual presentación de una iniciativa de reforma al
artículo 35 constitucional, con el propósito de “evitar la cancelación de la
democracia participativa y salvar el derecho del pueblo a ser consultado”.
Todo esto es indecente
porque constituye una grave afrenta para los ciudadanos de nuestro país. Un
sistema político decente es aquel en donde la autoridad no humilla a sus
ciudadanos. La humillación ciudadana es la característica más descriptiva de lo
que sucede en las naciones donde se afianzan los nuevos autoritarismos. Se
humilla a quienes se les miente, manipula y engaña constantemente. Y humillar es
la pasión favorita del dictador carente de empatía con sus súbditos, interesado
solo en incrementar su poder.
Publicada en Etcétera
3 de octubre de 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario