viernes, 31 de diciembre de 2010

Huyan de moralistas, iluminados y mesiánicos



 
El que se toma demasiado en serio corre siempre el riesgo de ridiculizarse. Esto no pasa cuando uno sabe reírse de sí mismo.



Vaclav Havel

Siempre me han dado tirría quienes se toman la vida demasiado en serio, sobre todo los moralistas, los iluminados, los mesiánicos y en general aquellos antipáticos personajes que viven para, según ellos, salvarnos a nosotros de nosotros mismos. También es este uno de los más reprochables defectos de nuestra de por sí deleznable clase política, así como de nuestros opinadores profesionaloes. Vaclav Havel, el ex presidente de la República Checa que encarnó y protagonizó, en la década del 70 del siglo pasado, la oposición al régimen comunista que asolaba a su patria y fue el personaje principal de la transición a la democracia, ha sido uno de esos raros casos de un intelectual político. Dijo, reiteradamente, verdades que no se escuchaban desde hacía décadas y fue capaz de plasmar en hechos lo que su atribulado país necesitaba. El supo, por dentro, que el artista siente una tentación legítima por lo absoluto, pero fue capaz de comprender y liderar una acción política dedicada, preferentemente o permanentemente, a lo relativo.

El nudo o la raíz del problema político consiste en que el aspirante a gobernar debe excitar en quienes serán sus gobernados la ilusión de que él tiene en las manos la llave de la solución, pero, cuando adquiere el poder -antes, ahora y siempre- no se maneja con ilusiones o ideas absolutas sino con situaciones concretas, ordinarias, coyunturales. Como son siempre relativas las soluciones que encuentra la política. Bastaría recordar aquí la frase de Benedetto Croce: "El hombre no es, deviene, incesantemente". En ese devenir perpetuo que sólo con a muerte clausura, el ser humano vive en una constante aventura de lo incógnito. Es todos los días el mismo y, cotidianamente, distinto. Esta realidad elemental y por lo tanto fundamental, hace que el conflicto forme parte de la naturaleza humana. La política es el intento de resolver esos conflictos. Sus decisiones por la misma naturaleza de su origen, están condenadas a ser circunstanciales y momentáneas. Pretender soluciones absolutas y definitivas es intentar congelar la historia. Los intentos de esos absolutos en el siglo XX fueron la causa y la razón de ser de la inmundicia moral del comunismo, del fascismo y del nazismo. Quienes hacen política, al nivel que sea, no deben de olvidar estas lecciones.

Durante todo el siglo pasado hemos asistido al experimento desgarrador de millones que decían estar devorados por la idea de salvar a la humanidad "con mayúscula", mientras se encarcelaba, se torturaba, se mataba a millones de personas concretas, reales, palpables, de esa humanidad. El absoluto de lo abstracto fascinaba. Lo concreto de lo relativo era despreciado. En este siglo XXI que estamos transitando, ese experimento continúa vivo en la cabeza de muchos. El combate contra el horror de esta falacia no debe ni puede cesar. Importa demasiado distinguir la calidad de los sueños. Anatole France solía decir: "¡Qué importa que el sueño nos engañe, si es hermoso!" La combinación de la caja fuerte donde está guardado el espanto consiste en que no son los sueños, por más desmesurados que sean, los que agravian, sino sus encarnaciones arbitrarias. El ejemplo podría estar dado con Robespierre, que, al decir de un filósofo, había encarnado la fraternidad en esta máxima: "Sé mi hermano, o te mato".

Desde Aristóteles, el sentido de la medida marca el nivel de las vidas humanas. Hay, sin embargo, en cada uno de nosotros un afán de trascendencia. La arquitectura, la música, la plástica y ciertas piezas mayores de la literatura patentizan esa desmesuras. Pero la política -siempre- será el mundo de los seres comunes, no de los semidioses de la ensoñación. Y ese ser anónimo que es el objeto y la razón de ser de la política no debe ser despedazado por la desmesura de lo absoluto. Su vida habitual está constituida por parcelas vulgares y corrientes. Jorge Luis Borges diría que “por nimiedades”. El político, que llega a cobrar dimensiones de estadista, es aquel que puede anudar lo que anhelaba Jeremías Bentham: "Ser un soñador de realidades y un realizador de sueños". O, si se prefiere, como decía Alfredo del Mazo (sí, Alfredo Del Mazo) “La labor de interpretar anhelos y coordinar esfuerzos”. El estadista conoce, en primer lugar, sus propias limitaciones; por eso puede y debe tener sentido del humor como para reírse de sí mismo. Los tiranos, los dictadores y la mayor parte de los políticos fallidos sobredimensionan sus aptitudes. Se toman demasiado en serio. Asimismo, sobredimensionar las situaciones que uno vive nos lleva, irremediablemente al ridículo.

¡Cuídense, amigos de los iluminados! ¡Huyan de aquellos que creen estar siempre del lado del bien (o más bien, que creen que ellos son el bien) y de los que suponen que todo lo saben y todo lo pueden, y en el ejercicio perverso de ese delirio no tienen reparos en deformar la realidad objetiva que los rodea y a los seres humanos que la habitan! Tal vez el humor sea la forma certera de detectar el error de la grandilocuencia aún mejor que los recursos académicos. Ningún déspota o aspirante a serlo tolera la risa sobre sí mismo.

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