martes, 22 de diciembre de 2020

Pinche Déspota

 



La risa es el peor veneno para los dictadores. La mejor forma de evaluar cuan autoritario es un gobierno es calibrando su nivel de tolerancia ante quienes se ríen de él. La democracia permite la sátira del poder, pero los déspotas carecen de sentido del humor. La risa les es letal porque socava su autoridad, los evidencia como los seres humanos fallidos y mediocres que -en realidad- son, mina su legitimidad “histórica” y borra su supuesta “aurea mítica”. Los desnuda, y desnudos no son nada. Por eso el rostro cetrino y la actitud solemne son características naturales del dictador. Ante el humor reaccionan de forma violenta. Burlarse de tiranos como Hitler, Mao, Mussolini o Stalin  podría costarle la vida al chistoso. Los casos de las dictaduras del llamado “socialismo real” de Europa del Este, en la Cuba castrista o en las dictaduras del Cono Sur están llenos de ejemplos donde el sátrapa persiguió con saña a quienes osaban reírse de él. Basta con mirar fotos de Pinochet, Franco, Somoza o Trujillo para leerles en el rostro un inmarcesible rencor, vivero de sus odios a gran escala.

En este tiempo de caudillos populistas sobran ejemplos de tiranos sin humor. A Vladimir Putin los medios de comunicación no lo tocan ni con el pétalo de una broma. Cuando el dictador ruso asumió el poder, una de sus primeras víctimas fue el muy popular programa satírico de televisión Kukly (Marionetas), sí, el típico de muñequitos donde se burlan de los políticos y celebridades. Se le ocurrió parodiar a Putin sin misericordia y ¡zas! a las pocas semanas desapareció del aire. Claro, en la tele rusa hay aún programas de chistes políticos, pero siempre esterilizados y evaden criticar a Putin o a su círculo interno. Más bien se dedican a burlarse de enemigos del Kremlin, tanto los internos como los del exterior. Por ejemplo, en un sketch sobre la cumbre del G20 de 2019, Putin aparece como un poderoso judoka que humilla sus contrapartes occidentales.

En China las autoridades son tan quisquillosas con esto de las burlas al presidente que han prohibido se reproduzca la imagen de Winnie Pooh por cualquier medio impreso o digital, ello porque no falta en las redes sociales quienes se avientan la puntada de comparar al osito dulce y regordete con el nada dulce pero, eso sí, regordete dictador Xi Jinping. Los censores chinos no toleran que se ridiculice al líder del país porque él no hace cosas tontas o risueñas, ni comete errores. Está por encima de la población y no se lo puede cuestionar.

Hace pocos días, las relaciones diplomáticas entre Turquía y Francia se tensaron considerablemente a causa de una portada satírica aparecida en la revista Charlie Hebdo. Se trata de una caricatura del sátrapa turco en camiseta, calzoncillos y cara de lujuria que le sube la falda a una mujer mientras ella exclama “¡Ohhh, el profeta!”. “Esa revista no respeta ninguna fe ni nada sagrado…El objetivo no es mi persona, sino nuestros valores” declaró, muy enojado, Erdogan. En Turquía impera desde hace años una feroz censura de prensa. Solo ha florecido en los últimos años una publicación, Misvak, la cual usa su “humor” a favor del gobierno y para ridiculizar a opositores internos y gobernantes extranjeros. A Macron lo caracterizó hace unos días en una caricatura como un cerdo alimentándose de excrementos marcados con la palabra “Racismo” y expulsando un ejemplar de Charlie Hebdo a modo de ventosidad.

Donald Trump es otro intolerante con las bromas hacia su amable persona. Las imitaciones de Alec Baldwin en Saturday Night Live lo irritan sobremanera. El presidente despacha una catarata de tuits agresivos cada vez que se burlan de él en alguno de los shows nocturnos de la TV. Su atrabiliaria conducta rompe con lo que, hasta ahora, había sido una especie de regla no escrita para los presidentes de Estados Unidos: nunca mostrar que un chiste enoja. Ah, eso sí, Trump es otro (sí, otro) llorica. Afirma ser “el presidente más zaherido por los humoristas en la historia”. Pero lo cierto es que desde siempre todos los mandatarios han sido objeto de sarcasmos, incluidas las imitaciones (algunas de ellas geniales) de Saturday Night Live.

Eso sí, algunos de los dictadorzuelos pretenden tener un cierto sentido del humor, pero nunca referidos a su persona. No saben reírse de si mismos. Su humor es para insultar a los demás de maneras más bien soeces. Fidel Castro o Hugo Chávez podían llegar a divertirse e incluso a ser encantadores en determinados círculos. También contaban chistes, siempre y cuando fueran ellos quienes decidieran qué o quienes serían los objetos de burla. Jamás ellos, desde luego.

Por supuesto, nuestro Peje se incluye en la lista de dictadorzuelos sin sentido del humor o, si acaso, entra en la lista de quienes hacen chistes contra adversarios con escasa sutileza y nulo sentido de la ironía. Compruébese esto solo con escuchar los burdos insultos y agresiones que constantemente espeta AMLO en sus patéticas mañaneras. ¡Ah!, pero eso sí, olvídense de burlarse del nuevo Tlatoani, porque si no viene el linchamiento mediático por parte de bots y fanáticos, como le sucedió al genial Brozo. La colérica campaña en contra del payaso tenebroso por haber dudado del carácter divino del Sagrado Guía de La Cuarta Transformación y llamarlo “pinche presidente” es un rasgo fehaciente del carácter autoritario e intolerante de quien nos gobierna.

La risa es nuestra mejor defensa contra las dictaduras, pero no porque la sea lucha no violenta quiere decir que sea fácil. Por el contrario, el humor requiere un flujo constante de creatividad para ser efectivo. Y a Brozo la creatividad le sobra. ¡Hay que defenderlo!

Pedro Arturo Aguirre

Etcétera 19/XII/20

La Estulticia como Política de Estado

 




Cómo el político hábil que sin duda es, Andrés Manuel López Obrador es experto en levantar “cortinas de humo” para distraernos de los temas en verdad relevantes. Todas las pifias, corruptelas, torpezas e ineficiencias de su catastrófica administración se ven eclipsadas por las ocurrencias que suele soltar en sus insufribles mañaneras. La economía es un desastre, la inseguridad es rampante,  la corrupción sigue tan campante, más de ciento diez mil mexicanos han muerto por el Covid, hay desabasto de medicamentos, las inundaciones en Tabasco fueron pavorosas, los niños mueren de cáncer, y ante todo ello AMLO apela una y otra vez a a trucos mediáticos: la rifa del avión, la demanda de disculpas a España por la Conquista, la guerra por el penacho de Moctezuma y un larguísimo etcétera. No se le acaban los trucos al presidente. Y le funcionan. Sus ocurrencias nos podrán parecer tontas y extravagantes, pero cumplen la función de normalizar la desgracia y naturalizar la ineptitud. La popularidad del presidente se mantiene por lo alto mientras nos mantiene en Babia con debates baladíes. ¡Ah, pero la sandez con la que salió hace un par de días con el propósito de cubrir el escándalo de corrupción de su prima Felipa se vuela todas las bardas!

Según el intelectual que tenemos por jefe de Estado (18 libros publicados y contando) “resiliencia”, “empatía” y “holístico” son “nuevas” palabras del período neoliberal y fustigó a los “intelectuales orgánicos” por no escribir para el pueblo y utilizar tecnicismos “que pocos conocen”. “Holístico no aparece en El Quijote”, espetó el mandatario, quien seguramente ignora que en su obra magna Cervantes empleó casi 23 mil palabras y hoy un ciudadano medio apenas utiliza unas 5 mil.  “Faca”, “cibera”, “agraz”, “sierpe” y “zahorí” son algunas de las muchas “jactancias neoliberales” que aparecen en el Quijote. Y aunque, reconozcámoslo, las palabrejas denunciadas por nuestro ínclito Peje tienen su sabor de pedantería, al presidente solo se le ocurrió tildarlas de “nuevas palabras neoliberales” en lugar de, por lo menos, calificarlas de “esnobs” o “pedantes”. Pero, eso sí, nos exige hablar en “un lenguaje accesible, el lenguaje del pueblo, un buen castellano” (por cierto, el idioma que legamos del odioso país al que ahora le demanda nos pida perdón). ¡Vaya intonso que es nuestro mendaz sátrapa! ¡Menester son asaz sosiego y estoicismo pétreo para arrostar el timón de tal belitre!

Todo esto es cortina de humo, pero también mucho refleja las limitaciones en la formación cultural del primer mandatario y los conflictos psicológicos que ello le acarrea, sobre todo ante los intelectuales críticos a su gobierno (“orgánicos”, les llama él). Pero hay más. Para el buen populista sentir orgullo por ser ignorantes es prácticamente una estrategia de poder. Es la estulticia (otra neoliberal palabra, supongo) como política de Estado. Recuérdese que los caudillos populistas se presentan como defensores de la gente común contra los elitismos políticos y académicos y es la razón de su desconfianza frente al razonamiento, la ciencia y la técnica. La inopia intelectual es su bandera, y ello les facilita explotar los resentimientos de la gente, sobre todo de los numerosos sectores que se sienten menospreciados por las elites. Lejos de perjudicarles o de descalificarlos como gobernantes, aparecer como tontos los hace pasar como “auténticos y sinceros”, en contraste con los rebuscados, pretenciosos y muchas veces grises políticos tradicionales, de ahí su constante recurrencia a los insultos y descalificaciones pueriles y su atípico interés por asuntos irrelevantes. Sus incoherencias, “gaffes” y desaciertos culturales son genuina carta de presentación ante el pueblo. El caso de Donald Trump es el más claro ejemplo de esto. Su sistemático uso de burlas de baja estofa y sus mentiras sólo puede dar frutos en una sociedad orgullosa de su "no saber". Esta dinámica de campante analfabetismo no es síntoma menor en los populismos de derecha europeos y los de pretendida izquierda latinoamericanos.

Pero, de nuevo, no basta con hacer escarnio de nuestro zafio gobernante, sino de proceder a un ejercicio de autocrítica. Las élites son responsables, en muy buena medida, de esta apoteosis del oscurantismo. “En la política y en la vida la ignorancia no es una virtud. No es cool no saber de lo que se está hablando. No significa ser auténtico o sincero. No es retar a la corrección política. Eso simplemente es no saber de lo que estás hablando”, dijo Barack Obama en alguna ocasión, en una apenas disimulada referencia a Donald Trump, y sin duda tiene razón. Pero perdía de vista que en el origen del antiintelectualismo norteamericano permea el agudo resentimiento de muchos sectores de la sociedad norteamericana, de los peor educados (I love the poorly educated, dijo alguna vez Trump), los white thrash que se ven obligados a asistir a escuelas públicas de pésima calidad y son incapaces de pagar las muy costosas carreras universitarias. Por eso votan con entusiasmo al demagogo psicópata y hoy lo defienden con ahincó en su quimérica denuncia de fraude electoral. Frente a las élites académicas encontramos al self made man, alejado de los artificios intelectuales y enraizado en sus tradiciones, valores y lugar de origen. Podrá considerárseles “pedestres”, pero sus convicciones y vínculos con su país y su gente son legítimos. Por eso despreciar olímpicamente a los votantes de los populistas es tan peligroso, injusto y contraproducente. Están enojados por justificables razones y deben ser tomados en serio. Si no ponemos un alto a la constante y abusiva  autopromoción de las élites, el muro que separa a éstas del resto de la sociedad seguirá creciendo y entonces no nos extrañe que las masas sigan votando por demagogos zafios y políticos idiotas, pero “auténticos”.

Pedro Arturo Aguirre

12/XII/20

La Apropiación Populista de la Historia

 




Todo régimen populista aspira a establecer una larga hegemonía, por eso una de sus prioridades es adueñarse de la historia. La idea consiste en convertir en propiedad de una facción valores que deberían ser de todo un país. "Yo soy el pueblo”, afirma el líder populista, “y por lo tanto todo lo bueno me corresponde y todo lo que me es ajeno es malo”. Se interpreta al pasado desde una perspectiva maniquea y perversa y con ello se adoctrina a la población, sobre todo a los más jóvenes. Se degrada la historia como saber despojándola de todo sentido crítico y se le fosiliza en una interpretación cerrada, maniquea y facciosa. Mussolini jugaba a ser emperador romano. Grotesco ha sido el  manejo de la figura de Simón Bolívar por parte del chavismo. Erdogan pretende restaurar la gloria otomanista. Putin quiere revivir el tiempo de los zares. En Latinoamérica nuestros populistas retuercen la historia con pueriles patrioterismos, sesgos ideológicos, verdades a medias, francas mentiras y hasta con sectarias cursilerías, todo lo cual pretende reforzar en el carácter mesiánico y providencial de autócratas que describen sus acciones como guiadas “sólo por su responsabilidad ante la Historia”.

Se reinventa el pasado para crear un relato que legitime al régimen autoritario y destierre el pluralismo. Los textos escolares en países como Venezuela, Bolivia e incluso Argentina cuentan la historia del siglo XX de una manera binaria, incidiendo en crasos errores, reduccionismos históricos y visiones unilaterales. Desterradas quedan la diversidad de ideas y de puntos de vista. Perón alguna vez subrayó la importancia de adoctrinar a los estudiantes desde la más tierna infancia. Dijo: “Si bien no votan hoy, votarán mañana. Tenemos que irlos convenciendo desde la escuela primaria. Yo por eso le agradezco mucho a las madres que les enseñan a sus hijos a decir “Perón” antes que a decir papá". Y por el estilo el resto de los dictadores añorante de convertir las escuelas en incesantes fábricas de militantes para la causa.

En México hemos empezado con el adoctrinamiento populista. Primero fue la “Cartilla Moral” de Alfonso Reyes, distribuida por los evangélicos en sus templos y zonas de influencia. También con la actitud de muchos maestros adictos “a la causa”, quienes adoctrinan a sus alumnos de forma cada vez más abierta en las escuelas públicas, lo cual quedó de manifiesto en aquella gira a Oaxaca cuando el Sr. Presidente fue recibido por unos 150 niños que lo celebraron con porras como esa de “Es un honor estar con Obrador”. y también con una de “Obrador para los niños es mejor”, sin omitir el ya célebre “Me canso ganso”. Ese mismo día, por cierto, fue la gesta de Ovidio en Culiacán.

Ahora ha llegado la Guía Ética para la Transformación de México, panfletillo que será distribuido en millones por todo el territorio de nuestro atribulado país y cuyo argumento medular consiste en fulminar al pasado neoliberal, fuente de todo mal. Dice el catequismo de marras en uno de sus primeros párrafos: “…El régimen neoliberal y oligárquico que imperó en el país entre los años ochenta del siglo pasado y las dos primeras décadas del siglo XXI machacó por todos los medios la idea de que la cultura tradicional del pueblo mexicano era sinónimo de atraso y que la modernidad residía en valores como la competitividad, la rentabilidad, la productividad y el éxito personal en contraposición a la fraternidad y a los intereses colectivos; predicó que la población debía acomodarse a los vaivenes de la economía, en vez de promover una economía que diera satisfacción a las necesidades de la gente; los más altos funcionarios dieron ejemplo de comportamientos corruptos y delictivos y de desprecio por el pueblo y hasta por la vida humana…”. Así es, se comienza con la falacia, muy recurrente en el imaginario de la 4T, de atribuirle al México anterior a los años ochenta cualidades que invitan a imaginarlo como una especie de sucursal del paraíso. El resto del documento se despliega entre todavía más reduccionismos, maniqueísmos y mentiras que pretenden convertir posturas partidistas en verdades universales e inmutables dogmas. Una supuesta “superioridad moral” que denuncia las pretensiones del lucro y el egoísmo individualista para dar lugar a la edificación de un “Hombre Nuevo” exclusivamente motivado por la ética del “bien común”. Nada de perseguir incentivos materiales o de procurar fines individuales en un ámbito de libertad. La “felicidat” consiste para el moralino en buscar la purificación mediante el sacrificio a la comunidad. Ello, desde luego, va en contra de la naturaleza propia de los seres humanos y, como se ha visto en reiteradas ocasiones a lo largo de los últimos tiempos, tratar de trasmutar bajo coacción a un sujeto en un ser celestial requiere de tratamientos brutales y siempre ha fracasado de forma estrepitosa y trágica.

El liberalismo toma al ser humano tal como es y entiende su naturaleza como compleja e irreductible. Para las ideologías totalitarias y los dictadores moralinos esta complejidad es inconcebible. Poseer cualidades de predicador ha estado presente en dirigentes megalómanos obsesionados con su paso a la “Historia”, pero también con la educación del pueblo y con guiar a la gente en los terrenos no solo políticos, sino también en los morales y personales. En ocasiones, estos sátrapas  han escrito “grandes obras” llenos no solo de sus “verdades” ideológicas, sino también constituyen manuales de moral y buen comportamiento ciudadano. Algunos esperpénticos ejemplos de esto lo dan el Ruhnama del insólito dictador de Turkmenistán Niyázov, el Libro Verde de Gadafi, la idea Juche de Kim Il Sung, el póstumo Libro Azul de Chávez, la “comunocracia” del guineano Ahmed Touré y el libro de citas de Mao. Pues bien, los mexicanos ya tenemos nuestro pequeño libro moreno de citas.

Pedro Arturo Aguirre

Etcétera 5/XII/20

Repensar la Socialdemocracia

 





Después de cuatro horribles y desconcertantes años, con la victoria de Joe Biden millones de habitantes de este planeta queremos creer que estamos a punto de iniciar un nuevo comienzo. La democracia estadounidense se sometió a una dura prueba y aunque, en general, salió avante lo cierto es que quedan preocupaciones profundas sobre su viabilidad en el largo plazo. En cuanto al efecto de la derrota de Trump en la moda populista, seríamos muy ingenuos si nos pusiéramos a cantar victoria. El giro autocrático de la política actual Trump surgió de profundas fracturas sociales. Si queremos revertir tan infame tendencia urge identificar y abordar las causas. Las raíces del trumpismo no comienzan ni terminan con Trump.

El auge del populismo nos convoca a reevaluar la viabilidad del modelo socialdemócrata, hoy electoralmente a la deriva. La importancia de la socialdemocracia como una de las grandes tendencias del pensamiento político universal es incuestionable. Mucho contribuyó el siglo pasado en la lucha por el bienestar de la humanidad al constituirse en una alternativa progresista empeñada en conciliar el respeto irrestricto a las libertades individuales y los derechos humanos con la justicia social y el equilibrio económico. Sin embargo, atraviesa en la actualidad por una ingente crisis. En lo que llevamos del siglo XXI se ha producido un creciente declive en las urnas de las alternativas socialdemócratas y aunque aún no es un desastre total, si se trata de una pronunciada pendiente.

La socialdemocracia terminó el siglo XX con pronósticos muy optimistas, pero ahora su proyecto ha perdido rumbo y no existen indicios sólidos de que sea capaz de enfrentar con lucidez los retos de los años por venir. La característica más grave de esta crisis es su casi completa “pérdida de identidad” como una opción política plausible, lo que ha llevado a algunos de los nuevos dirigentes de los partidos socialdemócratas del mundo a procurar un “regreso a los orígenes” y reinstaurar los programas, discursos e identidades que caracterizaron a la socialdemocracia durante los años setenta e incluso antes. Pero no han tenido éxito. Incluso buena parte del electorado socialdemócrata tradicional ha desertado para favorecer a opciones populistas de extrema derecha, como quedó claro en el voto del Brexit de 2016, las elecciones francesas y neerlandesas de 2017 e incluso en las presidenciales norteamericanas de 2016. En todos estos casos regiones industriales que tradicionalmente simpatizaban con la centroizquierda, pero que han sido particularmente castigadas por la globalización, optaron por cambiar su voto en favor del populismo de derecha. Y en América Latina estos sectores se han dejado seducir por los cantos de sirena de demagogos pretendidamente “de izquierda”.

El reto de la socialdemocracia actual es hoy el misma de siempre: asegurar que una proporción más alta y pertinente del crecimiento económico beneficie a la mayor parte posible de la gente y no sólo como una cuestión de justicia distributiva, sino también como la mejor esperanza de evitar el deslizamiento de la democracia liberal a la democracia “iliberal” y de ésta a una autocracia absoluta que barra con las garantías ciudadanas y los derechos humanos. El drama reside, lamentablemente, en que la visión, enfoque y proyecto de los socialdemócratas parece carecer hoy con un esquema sólido con el cual afrontar los retos de la presente centuria. El keynesianismo estatista (inversión pública exorbitante, déficits presupuestales, ampliación del Estado bienestar, etc.) que enarbolan tanto algunos socialdemócratas añorantes de viejo cuño como algunos populistas ha demostrado, en reiteradas ocasiones, su inviabilidad. No basta con señalar a los “excesos del neoliberalismo” como explicación de los problemas sociales y económicos del sistema capitalista. El viejo estatismo podrá, eventualmente, ganar algunas elecciones, pero terminará en el desastre, tal como lo atestigua la hecatombe venezolana o los fracasos de los gobiernos populistas. Se ha hecho evidente que crecimiento sostenido del Estado del bienestar es insostenible debido a las tensiones y paradigmas propios de la globalización y a las ingentes limitaciones de recursos económicos para garantizar más y mejores políticas sociales. El incremento progresivo del peso del Estado en la economía se ha convertido más en un pasivo que en un activo para el libre desarrollo de un modelo económico competitivo.

Asimismo, concurre a la crisis socialdemócrata en esta época de grandes cambios tecnológicos el gran auge de las redes sociales y la progresiva simplificación de todo mensaje político, lo cual redunda a favor de la banalización de la política y de la consiguiente manipulación burda de amplísimos sectores de la opinión pública. Los populistas –de izquierda y de derecha– encuentran en este escenario una eficaz vía de penetración,

El regreso al estatismo y recurrir a la simplificación del discurso no es el camino por el que pueda transitar la socialdemocracia del siglo XXI. Con este equipaje, el viaje es menos que imposible. Solo a través de análisis precisos y soluciones actualizadas y audaces que estén a la altura del compromiso exigido por los nuevos tiempos es posible imaginar una democracia con vocación social y progresista. Urge la construcción de nuevas opciones ciudadanas, alejadas de los esquemas corporativos de la socialdemocracia tradicional, pero que manejen un discurso progresista en lo social y de irrestricta defensa de los valores de la democracia liberal, y que además sean capaces de emocionar al electorado y ponerse a tono con las formas y elementos de hacer política del siglo XXI. En México no basta con oponerse sin ton ni son al populismo. La oposición socialdemócrata debe construir, no solo criticar, articularse como una organización democrática, ciudadana, flexible, con postulados políticos orientados hacia el liberalismo progresista y la socialdemocracia moderna, pero sin incurrir en sectarismos o dogmatismos ideológicos, lo que significa edificar una alternativa con identitarios programáticos claros y una organización le permita cumplir con sus objetivos de forma eficaz.

Una genuina opción socialdemócrata deplora la trivialización de la política a la que ha dado lugar la excesiva influencia de los medios en las campañas y denunciar la extrema personalización de la política provocada por la antidemocrática proliferación de "caudillos" que se apropian del liderazgo político en las sociedades actuales. En suma, se trata de resucitar en la política mundial una forma de “socialdemocracia renovada” capaz de sostener aquella altura intelectual de los partidos que no asumen un “credo de cruzada”, sino una actitud profundamente crítica del entorno real, y, como lo propuso ya en los años cincuenta el teórico Anthony Crosland “con una filosofía escéptica pero no cínica; independiente, pero no neutral; racional, pero no dogmáticamente racionalista”.

Pedro Arturo Aguirre

Etcétera 28/XI/20

El ocaso de las élites

 



Mientras las élites no acepten que tienen una importante responsabilidad en el ascenso de los líderes populistas difícilmente se podrá frenar el declive de la democracia liberal. La formación de las élites, como lo demostraron Pareto y Mosca, es algo inevitable e incluso indispensable en las sociedades complejas, pero el problema viene cuando se vuelven endogámicas y no son capaces de renovarse. Ello contribuye a su falta de conexión con el resto de la sociedad y a incurrir en persistentes comportamientos erróneos. Por eso la democracia en demasiadas ocasiones (en el caso mexicano, claramente) se volvió incapaz de funcionar como un mecanismo de transformación social o de redistribución de oportunidades y se convirtió en espacio exclusivo para el juego de los sectores poderosos e influyentes. Nuestras supuestas democracias empezaron a degradarse, se convirtieron en sistemas de baja estofa carentes de proyectos y audacia restringidos a la tarea de reciclar en el poder siempre a los  mismos elencos.

Entre las causas del resentimiento antiélite encontramos a las disparidades económicas, desde luego, pero también a la naturaleza cada vez más cerrada de las élites, cuya pertenencia es determinada por la procedencia social y las conexiones y no por los méritos. También concurre la idea -cada vez más arraigada- de que las élites de oponen a la identidad nacional. Por eso el populismo posee como ingrediente clave al antielitismo, el cual reivindica el provincialismo, el repudio a todo lo aristocrático, los recelos ante todo lo cosmopolita y se materializa en la idea de que los políticos de “están demasiado lejos” y son “demasiado privilegiados” para entender el alma profunda del pueblo.

Los constantes y cada vez más ignominiosos escándalos de corrupción, la profundización de la pobreza, las crisis económicas recurrentes, la creciente separación entre las élites políticas y los gobernados, la tendencia mundial de mayor concentración de la riqueza en pocas manos y el permanente incumplimiento de las promesas de campaña marcan desde finales del siglo pasado el paso de la decadencia de la democracia liberal. Las elecciones dejaron de ser competencia entre opciones políticas expresadas en una plataforma electoral. Los armazones ideológicos perdieron fuerza. Los partidos se transformaron en máquinas constituidas por cuadros de profesionales muy organizados como estructura, pero cada vez menos identificados con un puntal filosófico. Paradójicamente se volvieron más tribales al perder sus peculiaridades ideológicas. Pertenecer importa más que creer. Esta trivialización los alejó del ámbito ciudadano. La inmensa mayoría de los electores no desea pertenecer a partido alguno, por tanto, el juego electoral se convirtió en un deporte de minorías. El resultado fue una desconexión evidente entre los actores políticos y el los ciudadanos de “a pie”. El debilitamiento de los partidos dio lugar a una excesiva personalización de la política y a incrementar la influencia de poderes fácticos, de los intereses económicos, de los grupos de presión y medios de comunicación.  Ante la ineptitud de la política, la plutocracia y la “mediocracia” le ganaron la batalla a la democracia. Y, para colmo, todo ello vino aunado a un notable abatimiento en la calidad de los liderazgos políticos. El filósofo Tony Judt escribió poco antes de morir: “Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a Lyndon B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de talla superior. Con independencia de sus afinidades políticas, Léon Blum y Winston Churchill, Luigi Einaudi y Willy Brandt, David Lloyd George y Franklin Roosevelt representaban una clase política profundamente sensible a sus responsabilidades morales y sociales. Es discutible si fueron las circunstancias las que produjeron a los políticos o si la cultura de la época condujo a hombres de este calibre a dedicarse a la política. Políticamente, la nuestra es una época de pigmeos”. Y este desdoro en la calidad de los liderazgos democráticos facilitó la aparición de la caterva de caudillos populistas zafios y semianalfabetos que hoy padecemos

Por otro lado, si bien los partidos han entrado en crisis y debe demandárseles encontrar fórmulas para reconectar con la ciudadanía, también es cierto que una sociedad políticamente madura entiende que la democracia es un sistema de gobierno desilusionante y que los atajos a los desafíos sociales son quimeras que venden los demagogos. Por eso a las élites en las democracias liberales les corresponde el desafío hercúleo de revertir la desilusión con la democracia y las elecciones y al mismo tiempo hacer entender a los ciudadanos que dicha democracia es, a final de cuentas, un sistema ingrato, aburrido, siempre nugatorio. Es la tierra de las negociaciones, de los “toma y daca”, de las limitaciones que impone lo que Bismarck llamó “mundo de lo posible”. Contra ello compite la cultura de la inmediatez y de la satisfacción instantánea hoy tan en boga. La demanda de inmediatez produce exceso de pragmatismo, simplicidad conceptual y la retórica meramente persuasiva. El espectáculo vende más que las ideas y los razonamientos. Lo superficial prima sobre lo esencial. ¿Cómo recuperar entonces la viabilidad de las democracias liberales? ¿Cómo emocionar a los electores sin incurrir en la demagogia ni en los verdades alternas? Las respuestas son arduas. Demandan un trabajo profundo de imaginación y autocrítica, pero todo comienza con reconocer cómo y dónde han fallado los mecanismos de selección y circulación de las élites y en efectuar una lectura apropiada del tiempo en que vivimos.

Pedro Arturo Aguirre

Etcétera 21/XI/20

Los “prodigios” del liderazgo carismático

 






Estados Unidos vive una etapa crítica de su historia. Donald Trump, el  “presidente bebé”, hace tremendo berrinche por haber perdido las elecciones, pero eso no es lo más grave. A final de cuentas, todo el mundo conoce la abominable personalidad del presidente. Lo verdaderamente temible es la actitud del Partido Republicano en su aparente condescendencia ante los caprichos del señor. Sin esta complacencia los frívolos intentos de Trump de robar “de alguna manera” la elección se hubiesen venido abajo desde el primer momento y no pasarían de ser un desahogo útil solo para que el gran megalómano pueda racionalizar su derrota. Eventualmente, eso es lo que va a pasar. Los republicanos no “quemarán la casa” (todavía) y tarde o temprano orientaran a su atrabiliario presidente a resignarse al resultado arrojado por las urnas. Pero, por mientras, hacen el juego a la antidemocracia y ponen en grave peligro a las instituciones e incluso a la seguridad nacional de Estados Unidos.

Algunos republicanos, como el impresentable senador por Carolina del Sur Lindsey Graham, han respaldado de todo corazón las mentiras de Trump. Sin embargo, los de más peso, como el vicepresidente Mike Pence y el líder senatorial Mitch McConnell, han manifestado “solidaridad” con el presidente sin apoyar del todo sus teorías conspirativas, de alguna manera preparando el terreno para cuando tengan que hacer entrar en razón al jefe. Sin embargo, no haber actuado de forma decidida en defensa del régimen democrático desde el primer momento es un síntoma (uno más) del creciente abandono a la democracia liberal por parte del Partido Republicano. La periodista Anne Applebaum, en su libro de reciente aparición  Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism (El Crepúsculo de la Democracia: El seductor señuelo del autoritarismo) habla de cómo algunos partidos de tradición democrática han terminado por convertirse a lo largo de todo el mundo durante este tiempo de nuevos autoritarismos en instrumentos de líderes autoritarios y populistas. En el caso de Estados Unidos, la forma como Trump doblegó al Partido Republicano es fascinante. Al comenzar la extravagante campaña presidencial de 2016 nadie apostaba un céntimo por el éxito del magnate, pero éste fue creciendo imparable en las encuestas y se llevó la nominación muy a pesar del propio establishment del Partido Republicano. Desde entonces, narciso se ha devorado al partido y lo empieza a hacer a su imagen y semejanza. A fin de cuentas, Trump es un Frankenstein creado por los propios republicanos, quienes optaron durante la presidencia de Obama por incidir en una oposición radical, intransigente y militante, por completo ajena a cualquier posibilidad de negociación o compromiso con “el enemigo”. También llevaban ya muchos años prohijando las posturas extremas de los fundamentalistas cristianos, de los defensores a ultranza del derecho a usar armas y de los anti-inmigracionistas, entre otros fanáticos. Ahora los republicanos son rehenes de la narrativa de fraude electoral de Trump, la cual ha reforzado la radical y maniquea visión del mundo de buena parte de su base electoral.

Ante los ojos de millones de votantes de Trump el gobierno de Biden será ilegítimo. La del fraude electoral será una más de las absurdas teorías de conspiración que alimentan su imaginario colectivo, las cuales tanto contribuyen a minar la confianza y la buena fe en las relaciones políticas de Estados Unidos. Los republicanos “de a pie” terminarán tras todo este proceso aún más furiosos y engañados de lo que estaban. Nada les quitará la idea de que la  elección fue robada y de que el Partido Demócrata es malvado per se, y, por supuesto, no será Trump quien pretenda sacarlos del error, al contrario, narcisista irresponsable, insuflará todavía más los ánimos para fortalecer sus objetivos personales a futuro. Sólo piénsese en lo que ello significa. Millones de estadounidenses considerarán a los demócratas la encarnación del mal, dejarán de creer en su gobierno y sus instituciones e incluso en los medios de comunicación tradicionales, ahora incluida la mismísima cadena Fox, la cual se ha negado a secundar con ahínco al presidente en sus alegatos de fraude. Pensarán que todo esto es parte de una conspiración deliberadamente construida para robar la presidencia. Y ese tipo de sentimiento, esa convicción de que los adversarios políticos no solo están equivocados sino que son malvados y traidores siempre es útil para crear una masa muy aprovechable políticamente, hoy y en cualquier momento en el futuro, por parte de líderes inescrupulosos del tipo de Donald Trump.

A nivel global, la derrota de Trump podría generar la esperanza de un “principio del fin” de la moda populista que hoy atosiga al planeta, pero más bien se corre el peligro de que ésta actitud de “mal perdedor” envalentone aún más a los autoritarios  de todos lados para sostenerse en el poder por encima de las reglas del juego democrático y “a nombre de la voluntad del pueblo” en contra de elites “misteriosas y perversas”.

No hay populismo sin “Pueblo”, sin electores manipulados por la propaganda simplificadora y el discurso maniqueo diseñado para conectar con los sentimientos y las pasiones. No hay populismo sin una masa ávida de proyectar sus frustraciones en un caudillo, de identificar autoridad con “mano dura”, de equiparar proyecto con revancha, desarrollo con asistencialismo y patriotismo con militancia. Millones de estadounidenses creen a pie juntillas las mentiras de un megalómano vulgar y mitómano y cosas muy parecidas suceden en una creciente cantidad de países, incluido México.

Tal preferencia de las masas de las verdades alternativas ante la realidad objetiva nos obliga a formularnos preguntas:

 ¿Realmente tenemos vocación por la legalidad y la democracia, o nuestras inclinaciones van por un gobierno vertical y suponen un íntimo fervor por el autoritarismo?

¿Somos racionales o preferimos la comodidad de creer en los “prodigios” del liderazgo carismático?

¿Somos ciudadanos plenos, cuidadosos de nuestras libertades y  responsabilidades, o tras la apariencia de “ciudadanía” ocultamos rezagos de viejas servidumbres?


Pedro Arturo Auirre

Publicado en Etcétera 14/XI/20

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Donald Trump en la Bandera de Estados Unidos

 



Menos mal, Joe Biden ganó las elecciones, pero da pavor observar la forma tan estrecha como lo hizo. Razones sobraban para esperar que Donald Trump recibiera una paliza, sobre todo con el notable ascenso de la participación  electoral, la mayor para una elección presidencial de Estados Unidos desde 1900. La economía está en una profunda caída, la gestión gubernamental de la pandemia ha sido desastrosa y el presidente es un sujeto atrabiliario y soez de poderosas pulsiones autoritarias quien ante la muerte  de una cuarto de millón de sus compatriotas por Covid describe a ésta cifra como un engaño inventado por “médicos codiciosos”. Además, se niega a negociar un paquete de estímulo económico con la Cámara de Representantes y a diario miente insulta y tergiversa la ley para beneficio propio y de sus allegados. Cree que las instituciones existen para su servicio personal. De cara a las elecciones presionó a su fiscal general para iniciar una investigación criminal contra Biden y Hillary Clinton. Suele desestimar los informes de inteligencia que contradicen sus propios prejuicios y ha sido descrito como “no apto” para ocupar la presidencia en reiteradas ocasiones por decenas de ex funcionarios y oficiales retirados (muchos de ellos republicanos) ya por no hablar del alud de psiquiatras que opinan lo mismo.

 

Tanto y tan inusitado entusiasmo electoral invitaban a pensar en un triunfo a lo grande de Biden y en un justo castigo al megalómano irresponsable. No fue así.  Muchas lecciones nos dejan las reñidas elecciones del martes 3 de noviembre y una de ellas es que una masiva participación electoral no siempre es síntoma de una democracia sana. La mitad de los electores gringos votó por un sátrapa a todas luces mentiroso, soberbio, tramposo y autoritario. La pesadilla está lejos de terminar. El país que gobernará Biden está dividido y con su democracia en profunda crisis, escindido no sólo por ideología y preferencias políticas (sería lo normal, a fin de cuentas), sino por la forma en como los norteamericanos conciben al mundo. Se rompen los consensos básicos indispensables en una democracia funcional. Prevalecen dos posturas antagónicas que parecen vivir en universos distintos. Una parte es respetuosa de la ley y las instituciones, cree en los hechos, respeta la ciencia y valora los objetivos de la democracia y la civilidad, el otro segmento cree ciegamente en un líder egocéntrico, autoritario y fatuo. Y estos dos sectores se profesan mutuo desprecio. Trump perdió, pero el trumpismo se queda y será para mal y por mucho tiempo.

Hace cuatro años supusimos que el sorprendente y, esperábamos, “anormal” triunfo de Trump había sido posible por varios factores coyunturales: la impopularidad de Hillary Clinton, la intromisión rusa en la campaña, el voto de protesta masivo, la investigación de última hora a los famosos correos electrónicos de Hillary ordenada por el FBI. Pero hoy vemos claramente la verdad: la mitad de los electores se identifican con tan impresentable personaje. “Donald Trump es la quintaescencia de los gringos, debería aparecer en la bandera de Estados Unidos”, ésta contundente opinión me la dio mi padre, quien nunca ha profesado a nuestros vecinos del norte demasiado amor que digamos. La aterradora es que quizá tenga razón. Éste formidable patán hizo explotar al inconsciente más bajo de sus paisanos con su xenofobia, racismo, machismo, grosero materialismo y otros tantos oscuros instintos. Y para cerrar el círculo es un millonario que, se supone, es un ganador nato y no le debe nada a nadie. Es el reflejo perfecto de lo que muchos de sus compatriotas quisieran ser. Está completamente descalificado para ocupar la presidencia de un país democrático y de sólidas instituciones, y su espeluznante personita sólo imaginable al frente de cualquier república bananera o para ser colega de Bokassa, Idi Amín o alguno de los sátrapas por el estilo que han asolado a las malhadadas naciones del África central. Pero no, es presidente de Estados Unidos, pretendido faro de la democracia mundial y tras cuatro años de desastroso gobierno estuvo a punto de obtener la reelección. Y si no lo consiguió, seamos claros, fue exclusivamente gracias a la crisis del coronavirus, que sí no…

La esencia de Trump, la causa por la que verdaderamente cautiva a tantos millones de gringos, es porque no se avergüenza de exhibir su egoísmo y su falta de empatía ante el sufrimiento de los demás. Ello estimula a sus admiradores pretender que tampoco ellos necesitan de estas cualidades. Todo se vale si es para ganar, aunque sea violar la ley, mentir, estafar o abusar del más débil. El “éxito a como dé lugar”, la apoteosis de la indecencia, la exaltación de la deshonestidad. El mensaje a sus fanáticos es todas estas “fruslerías” son los valores de tontos perdedores e incluso prácticas de la cultura de élite que este caudillo y sus fanáticos tanto odian, como hablar en frases largas y rebuscadas, leer libros o escuchar música clásica.

El gran bribón clama sin presentar prueba alguna que le robaron las elecciones y apelará a la Suprema Corte dando a entender que para eso nombró a tres de sus jueces. Tratará de minar a como dé lugar la legitimidad del gobierno de su sucesor y, de pasada, arrastrar al fango al lesionado sistema democrático. “Después de mí, el diluvio”, es uno de los apotegmas narcisistas, y con él los millones de zafios que lo aclaman. Ese es el Estados Unidos “profundo”, el país real. No tiene nada de democrático ni de compasivo.  

Pedro Arturo Aguirre

Publicado en Etcétera

7 de noviembre 2020