sábado, 24 de octubre de 2020

Democracia agonizante

 

¡La democracia gringa agoniza! Suena hiperbólico, pero un análisis a fondo del estado de las instituciones y, sobre todo, de la cultura política del país vecino invitan a llegar a esta conclusión. Si Trump gana las elecciones, o las pierde y lanza al país a una lucha amarga y prolongada al no reconocer los resultados, Estados Unidos descenderá al nivel de “república bananera” o al menos a la categoría denominada elegantemente por el politólogo Steven Levitsky de “autoritarismo competitivo”, es decir, un régimen híbrido donde las instituciones existen y se celebran periódicamente procesos electorales, pero una vez electos los gobiernos violan las reglas del juego democrático con demasiada frecuencia. Algo muy parecido a aquel contexto de “democracias iliberales” descrito por Fareed Zakaria, pero visto desde las condiciones reales de competencia a través de las cuales la oposición puede desafiar y eventualmente vencer a los gobernantes autocráticos, aunque frente a condiciones muy adversas.

En Estados Unidos la democracia vive una crisis existencial en buena medida porque el Partido Republicano se ha esforzado los últimos años en minarla. Ha legislado en múltiples ocasiones para limitar el derecho de voto de las minorías, ha incrementado el papel del dinero en la política, representa casi en exclusiva al sector banco de la población, ataca el laicismo, ha atentado contra la integridad del Departamento de Justicia, fomenta la práctica de “gerrymandering” (diseño geográfico arbitrario de los distritos electorales) y su apresuramiento en nombrar a una jueza conservadora para ocupar el escaño vacante en la Suprema Corte de Justicia habla muy claro de cómo ha extraviado su respeto por la voluntad de las mayorías. En 2016, los republicanos se negaron rotundamente a considerar a Merrick Garland, el candidato a la Corte Suprema nominado por el presidente Barack Obama, con el argumento de que estaban muy próximas las elecciones presidenciales de dicho año y lo “éticamente procedente” era esperar el resultado para conocer la voluntad ciudadana. ¡Hipócritas!

Los republicanos mantienen una “lealtad ciega” a su caudillo Donald, líder de extravagantes pulsiones autoritarias, al grado que en la pasada Convención Republicana el partido ni siquiera fingió interés en resolver los problemas reales de la gente al abstenerse de redactar y aprobar una plataforma electoral para las elecciones de este año. Abrogaron una traición centenaria para sumarse de forma acrítica al “pensamiento del presidente Trump”, tal y como sucedería, digamos, en China o Corea del Norte. Por eso es tan importante una victoria demócrata en estos momentos críticos, y lo más más contundente e inapelable posible, tanto para recuperar la presidencia como para obtener la mayoría en ambas cámaras del Congreso. Solo así habría la esperanza de frenar la deriva autoritaria o , al menos, regresar a Estados Unidos al sistema prevaleciente hasta la presidencia de Obama, asaz imperfecto, pero funcional. Si el resultado es reñido, con una ventaja mínima de Biden en el Colegio Electoral, entonces comenzará un alud de disputas y la confianza en la democracia decaerá aún más. La violencia acecha. En Michigan terroristas de ultraderecha conspiraron para secuestrar a la gobernadora. Eso fue ominosa advertencia. Y si Trump gana las cosas van a empeorar. Los populistas autoritarios dedican sus primeros años de gobierno a hacer pruebas y experimentos, a constatar cuáles trucos funcionan y cuáles no. Es tras sus reelecciones cuando se sueltan el chongo y terminan la labor de destrucción del sistema democrático.

Estados Unidos es famoso por la inmutabilidad de su constitución, apenas 27 enmiendas en dos siglos y medio de vigencia, pero ha llegado la hora de una renovación a fondo si se quiere salvar al sistema democrático. Urge a la gran potencia un sistema electoral central, independiente y eficaz de alcance nacional. Debe eliminarse el obsoleto Colegio Electoral e implantarse la elección presidencial directa, prohibirse las manipulaciones que restringen el derecho de voto a las minorías, eliminarse las distribuciones demográficas tendenciosas en el diseño de los distritos electorales e imponer más y mejores regulaciones al financiamiento de las campañas. Otras ideas pueden ser imponer un límite de quince años a la duración de los jueces de la Suprema Corte de Justicia (hoy vitalicios) y otorgarle el estatus de estado a Puerto Rico y el Distrito de Columbia. Todo esto parecería utópico, pero así como se han hecho presentes en Estados Unidos propensiones autoritarias también han surgido movilizaciones e inclinaciones democráticas. Cada vez hay más mujeres que se postulan para cargos públicos y organizaciones como Black Lives Matter y otras tantas más han sido capaces de sacar a miles de personas a las calles para exigir cambios. Un dato no menos es que la elección experimenta una participación electoral en lo concerniente al voto adelantado y por correo sin parangón en la vida política estadounidense. El número total de electores efectivos podría llegar a 150 millones. Algunos analistas calculan que se podría dar un índice de participación más alto desde 1908. La distinguida politóloga Pipa Norris es optimista y habla de la relección de este año como una oportunidad para repensar la crisis de la democracia liberal en Estados Unidos y explorar las posibilidades de aplicar reformas de fondo.

Y volviendo a los “autoritarismos competitivos”, Levitsky las describe como casos donde las elecciones son competitivas y a menudo pueden llegar a ser muy reñidas, pero existe un uso abusivo de los recursos del Estado en beneficio del partido en el poder. En el caso del Poder Legislativo, habla de un implacable control de las bancadas de legisladores oficialistas, pero sin que se elimine de tajo a la oposición, y en lo judicial de la subordinación de los jueces por medio de procedimientos a veces sutiles y a veces crasos mediante el uso de amenazas y presiones explícitas, aunque estos actos pueden acarrear costos significativos en términos de legitimidad nacional e internacional. Sobre la prensa, el gobierno intenta consolidar medios oficiales mientras procura reprimir o limitar a la prensa independiente valiéndose de mecanismos como el reparto selectivo de la publicidad del Estado, la manipulación organismos de control gubernamental o la aplicación arbitraria de regulaciones a los servicios audiovisuales. Esta coexistencia precaria de leyes de instituciones democráticas con el ejercicio autocrático del poder es fuente de permanente inestabilidad y de constante confrontación entre la oposición y el autoritarismo progresivo del gobierno, lo cual desemboca irremediablemente en un dilema para los aspirantes a autócratas, ya que tolerarlo por mucho tiempo representa un desgaste mayor y reprimirlo lleva al régimen a una grave crisis de legitimidad.

Todas estas características son muy buen material para la reflexión en el México de López Obrador


lunes, 19 de octubre de 2020

La Eterna y Pertinaz Demagogia

 


 

La demagogia es irremediable. Gozará de salud perpetua porque nos evita la molestia de pensar, refuerza prejuicios, excita  vísceras, explota sentimientos y aprovecha resentimientos. Nos hace creer en nuestra “superioridad moral”. Descubre quienes son los buenos (nosotros)  y quienes los malos (siempre unos “ellos”). Como instrumento político es increíblemente eficaz. Por más de dos mil años los demagogos han tenido éxito en sus afanes de conquistar el poder porque prometer progreso a base de atajos y voluntarismo, ofrecer estabilidad y orden sin asumir responsabilidades y señalar culpables son cosas reconfortantes, especialmente cuando las sociedades se sienten vulnerables.

La demagogia le es consustancial a la democracia, de esto estaba convencido Max Weber, para quien “democratización y demagogia van de la mano”. Apelar a sus encantos es la mejor forma de ganar elecciones. De alguna manera en todos nosotros habita un demagogo en potencia. Incluso en nuestra oposición a la demagogia corremos el peligro de caer fácilmente en los patrones retóricos y epistemológicos considerados como “demagógicos” al establecer una lógica de “nosotros, los razonables” contra "ellos, los estúpidos", o en ceder ante las tropologías apocalípticas y las argumentaciones unidimensionales. Y como sucede en los oscuros tiempos que corren (para decirlo, quizá, demagógicamente), la cultura de la demagogia es ascendente, cualquier persona involucrada en el discurso político puede (y, sin duda, lo hará) utilizar la retórica demagógica. Por eso, lo único que podemos hacer es aprender a convivir con la demagogia, saber dimensionarla, defendernos de ella y entender que puede presentarse en distintos grados y formas,  unas más perversas y negativas que otras.

No toda demagogia es igualmente dañina o detestable, incluso hay eruditos sobre el tema que sugieren demagogias dueñas de potenciales connotaciones positivas. Pero es esencial saber identificar, controlar y tratar de purgar a los demagogos. También es imprescindible aprender y reaprender continuamente a participar en polémicas públicas lo menos demagógicas y falaces posibles, y al mismo tiempo valorar la deliberación democrática en decisiones sobre políticas públicas. Se trata de ser muy proactivos en la labor de reducir la eficacia retórica de la demagogia.

La mejor forma de defendernos de la demagogia, incluso de nuestra propia demagogia, es mediante el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Por eso la demagogia más perjudicial es la que atenta contra ellas. Aquí aparece la característica fundamental del populismo: el uso de la democracia contra de la propia democracia, la exaltación de la llamada (por Aristóteles) “democracia radical” dedicada a socavar las funciones de las instituciones democráticas. Ryan Skinnell argumenta que la retórica anti institucional es la mejor forma de fomentar una cultura de la demagogia donde la democracia y la deliberación pública se consideren corruptas y decadentes y hace que el autoritarismo parezca “sobrio y curativo”.

La demagogia hoy en boga es precisamente la del tipo más pernicioso, es decir, la que desmantela a las instituciones democráticas. Los demagogos actuales son de la peor ralea concebible. Es una “familia de tiranos” (parafraseando a Voltaire) particularmente detestable por pedestre y precaria en recursos retóricos e imaginación. Donald Trump utiliza en sus tuits y discursos el lenguaje y la gramática correspondientes a la forma habitual de expresarse de niños de once años o menos. Se trata del presidente cuya forma de comunicarse es la más elemental en toda la historia de Estados Unidos, prototipo de una de las características fundamentales del demagogo de nuestros días: la “infantilización” del lenguaje político. Casi todos los autócratas de hoy y aspirantes a serlo apelan a este recurso, a veces como estrategia de un político hábil, pero las más de las ocasiones como resultado lógico de la pobre formación intelectual del líder. Putin es famoso por sus chistes y expresiones soeces. Salvini se maneja sus redes sociales con el espíritu y el idioma de un adolescente malcriado. Duterte es un monumento a la vulgaridad. Kaczynski hila con mucha dificultad más de dos ideas y Maduro, Evo, Erdogan y Orban (entre otros) compiten fuerte en el campeonato por saber cuál es el caudillo más zafio.  Y nuestro Peje, ¡ay! Basta asomarse a un par de sus insufribles mañaneras para darse cuenta de las ingentes limitaciones del personaje. ¡Pero qué ausencia de estatura política! ¡Qué carencia de visión de Estado! ¡Cuán mediocre es el sujeto! ¡Fuchi! ¡Caca!

La utilización de un lenguaje político elemental ayuda al buen demagogo a marcar distancia con las odiadas élites, aficionadas a los razonamientos rebuscados, y los acerca al “hombre común”, al sagrado “Pueblo”. Aristóteles define al demagogo como un “adulador del pueblo” y Platón reduce el arte de la demagogia a la capacidad de adivinar los gustos y los deseos de las masas solo para poder replicarlas en la retórica: “decirle al pueblo exclusivamente lo que el pueblo quiere escuchar”. Cuando los clásicos hacen referencia al “pueblo” (demos), no aluden al cuerpo cívico en su totalidad, sino a los estratos más humildes  obligados a desempeñar trabajos manuales para sobrevivir y, por ende, “no tienen la posibilidad de cultivar la mente y resultan particularmente vulnerables a las falacias de los demagogos, quienes saben descender a su nivel, simplificar el mensaje, adaptar el lenguaje a su gusto”. Así se proyectan como líderes auténticos y sinceros. Por eso recurren a insultos y descalificaciones pueriles, exhiben y promueven un desusado interés por asuntos irrelevantes e incluso llegan a sentirse orgullosos de sus incoherencias y “gaffes”. De esta forma imponen sus cutres conceptos y valores en el debate. Simplificaciones, vulgaridades, desahogos. En el interés de mantener a los ciudadanos “eternos niños”, utilizan el lenguaje de la calle para, pretendidamente, “acercar el poder al pueblo”, pero en realidad promueven la renuncia al raciocinio y a la capacidad crítica. Le dan la razón a Paul Valéry, quien definió a la política como “el arte de mantener a la gente apartada de los asuntos que verdaderamente le conciernen”.

Pedro Arturo Aguirre

publicado en Etcétera

17 de octubre 2020

Los machos (y los locos) nunca se enferman

 


 

Con su demencial presidencia Donald Trump está escribiendo algunos de los más primorosos episodios de la historia mundial de la megalomanía, y si un momento podría resumir tanta vesania este sería, sin duda, el gesto del presidente al quitarse el tapabocas, meterlo en el bolsillo del saco y dar un doble pulgar hacia arriba como para decirle al mundo desde un balcón de la Casa Blanca que había derrotado al coronavirus. Todo esto cuando Estados Unidos registra más de 210 mil muertes a causa de la pandemia. Fue un arrebato típicamente mussoliniano. El Duce es uno de los modelos de Trump, y no solo de él, sino de autócratas a lo largo del planeta  como Chávez, Putin, Kim Jong Un, etc., obsesionados, todos ellos, en demostrar constantemente su supuesta hombría. Mussolini siempre se preocupó en proyectar la agresiva imagen de macho con sus poses teatrales, la mandíbula emproada, el pecho saliente, la mirada retadora, el varonil torso descubierto y las manos siempre ocupadas con un arma, un azadón o un martillo. Pretendía ser el prototipo que todo buen italiano debería imitar. Y así sucede siempre con los “hombres fuertes” de países con sociedades débiles e instituciones laceradas.

 El bizarro comportamiento de Trump con sus jugadas arriesgadas e incluso agresivas son habituales en hombrecillos profundamente inseguros. Se ajusta a un patrón bautizado como “masculinidad precaria” por los psicólogos, ceñido a trilladas nociones de “lo masculino” como la fuerza, la dureza y el poder, los cuales son difíciles de lograr y salvaguardar. Quienes suscriben estas cualidades como parte de su identidad masculina constantemente tratan de exhibirlas en palabras y acciones, y cuando se sienten amenazados duplican afanes con conductas arriesgadas e incluso autodestructivas como mecanismo de compensación. Y cuanto más públicas son sus  arrogancias, más sienten restaurada su hombría.

Trump considera su diagnóstico sanitario como un desafío, aunque no “del destino”, ya que este señor es  poco esotérico. La suya es una hombría vulgar, como del tipo del luchador Hulk Hogan. No en balde Trump estuvo ligado a la lucha libre mediante su asociación con la World Wrestling Entertainment. Frente al Covid el presidente pretende probar su virilidad a través del riesgo, especialmente cuando se trata de evitar la máscara facial, un objeto que considera digno de personas débiles. Por eso se burló de Joe Biden durante el debate presidencial: “cada vez que lo ves tiene una…puede estar hablando, a 60 metros de distancia y lleva la mascarilla más grande que jamás hayas visto”. Dijo de su contrincante mientras lo señalaba con el índice. Para los machos el cubrebocas es una forma de “rendición” ante el virus. Circula por las redes sociales un video animado de Trump dándole una paliza al coronavirus en un ring de lucha libre. ¡Qué fuerte que es!, exclama una dama del público. El mensaje no puede ser más devastador e irresponsable: solo los débiles usan cubrebocas.

Nada de esta ridícula parafernalia es casual. A pocas semanas de la elección, el presidente siente como muy probable su derrota y nada hay peor en el  “universo Trump” que un loser. Este narciso prefiere la muerte a ser derrotado por un “señorito pusilánime” como Biden. Por eso también la amenaza de desencadenar una crisis constitucional con su eventual desafío a los resultados de la elección, si es que pierde. No puede permitirse malograr su imagen de super hombre ante sus admiradores y partidarios, sus entrañables deplorables. La pantomima en el balcón de la Casa Blanca, como sus cada vez más irrisorios tuits, los esperpénticos videos y aquella bufa aparición pública afuera del hospital donde estaba internado para saludar a sus partidarios desde una camioneta blindada recuerdan acrobacias poco convincentes de dictadores que han estado enfermos de gravedad y quisieron, a como diera lugar, demostrar fortaleza. A la memoria asiste aquella vez que Hugo Chávez citó a periodistas en un campo de béisbol para sorprenderlos con sus poderosas picheadas. Antes de seis meses el comandante estaba muerto.

Ocultar información sobre la salud del presidente para proteger su control del poder es común en los regímenes autoritarios, aunque no han estado del todo exentas algunas democracias. Vladimir Putin, Xi Jinping, Hugo Chávez, Kim Jong Un son casos recientes de tiranuelos que han desaparecido de la vista pública durante semanas mientras los rumores sobre su salud se arremolinaban, y tras volver a la vista pública poca o ninguna explicación se ofreció. Especial es el caso de Putin, cuya imagen pública se apoya fuertemente en su dureza y virilidad. Cualquier signo de debilidad física tiene que ser anulado. Algo más grave sucedió con el presidente de Burundi, Pierre Nkurunziza, quien fue uno de esos presidentes irresponsables críticos de los cubrebocas. Eran innecesarios, argumentaba, porque “Dios purifica el aire del país”. Murió, súbitamente, en junio “de un ataque al corazón" según la versión oficial, aunque abundan los indicios de que fue por coronavirus.

En contraste, gobernantes de naciones democráticas tienen menos empacho en sincerarse sobre su estado de salud. Angela Merkel se puso inmediatamente en cuarentena al enterarse que estuvo en contacto con un médico que dio positivo en coronavirus y el ex primer ministro japonés Shinzo Abe siempre fue muy transparente con sus dolencias de  colitis ulcerosa, las cuales, finalmente, lo obligaron a renunciar a su cargo. Pero no siempre es así, algunos líderes de democracias evitan ser transparentes sobre sus enfermedades. El caso más celebre, ya muy viejo, fue el de Woodrow Wilson, quien  sufrió un derrame cerebral en 1919. La Casa Blanca ocultó la gravedad de su condición hasta el final del mandato presidencial.

¿Y nuestro Peje? Mucho se ha rumoreado sobre la mala salud del presidente mexicano. Se citan problemas  del corazón, padecimientos de la columna e hipertensión entre otros probables. En un régimen tan poco proclive a la transparencia como lo es la 4T cabe esperar secretismo exagerado respecto al tema. Será una discreción reflejo de las practicas del presidencialismo omnímodo mexicano, el cual AMLO tanto se empeña en revivir. Recuérdese la veneración que se le tenía a la hierática figura presidencial en los tiempos de la hegemonía priísta. Pero en el caso particular de nuestro mesiánico jefe de Estado influyen, además, razones “místicas” para ocultar las azarosas circunstancias de su salud. Un elegido de la providencia debe estar siempre por encima del uso de ridículos tapabocas y de otras prácticas dignas de mortales. En todo caso, para eso están las estampitas de la virgen.

Pedro Arturo Aguirre

publicado en Etcétera

16 de octubre de 2020

Indecencia

 



La política nunca ha sido una labor precisamente incólume, pero estos tiempos oscuros son los del paroxismo de la indecencia. Es una era de populismos desbocados, verdades alternativas, xenofobia, discurso de odio, cinismo e hipocresía, todo ello manifiesto en sus más exacerbadas formas. A lo largo de los cinco continentes las democracias se degradan hasta convertirse en grotescas caricaturas, incluso en países de profunda raigambre democrática como, se supone, lo es Estados Unidos. El (todavía) país más poderoso del mundo ha estado desde siempre  orgulloso de su vigorosa vida institucional. Cuando Donald Trump ganó la presidencia muchos analistas afirmaron que las eficaces instituciones políticas serían el antídoto perfecto para las pulsiones autoritarias y el incontrolado narcisismo del nuevo presidente. Para eso estaban los jueces, los partidos, el Congreso y la opinión pública. Pero esos contrapesos han sido minados por el Partido Republicano.

Desde hace ya un par de décadas los republicanos funcionan como una secta. Cerraron el gobierno en la década de 1990 y entablaron un juicio de impeachment a Bill Clinton por una cuestión mucho menos grave que cualquiera de las muchas tropelías de Trump. Con Obama avivaron las llamas del racismo con la teoría de supuesto nacimiento del presidente en Kenia, mantuvieron a la economía global como rehén para forzar recortes del gasto público y adoptaron el obstruccionismo como razón de ser de su labor legislativa. Últimamente se han dedicado a aprobar reglas electorales diseñadas para restringir el derecho del voto a las minorías y, por supuesto, tenemos la forma precipitada como pretenden hacer aprobar el nombramiento de una jueza conservadora para la Suprema Corte cuanto estamos a escasas semanas de la celebración de la elección presidencial. Este caso no puede ser considerada aislado. Es sintomático de la profunda descomposición de la política estadounidense.  Este tipo de radicalismo no es en absoluto normal. Los republicanos se alejan del conservadurismo tradicional y se radicalizan, pareciéndose cada vez más a partidos extremistas como el Fidesz de Viktor Orbán en Hungría o el AKP de Recep Tayyip Erdogan en Turquía, los cuales han trabajado activamente para desmantelar la democracia en sus respectivos países. El otrora “partido de Lincoln” sigue con cada vez mayor claridad patrones comunes vistos entre los autoritarios populistas que inicialmente ganaron el poder por medios electorales y, ya en el gobierno, hicieron aprobar cambios legales destinados a asegurar la hegemonía de un solo partido y, al mismo tiempo, se afanaron en marginar o controlar instituciones de rendición de cuentas como el Poder Judicial y los organismos autónomos.

Y lo esto lo hacen de forma indecente, supuestamente a nombre del pueblo y de la “genuina democracia”. Indecencia como la exhibida por el hoy convaleciente Trump (¡De Covid! ¿Justicia divina o poética?) quien durante el debate presidencial prodigó interrupciones y arrebatos de crasa vulgaridad. Repitió el Duce de Mar-a-Lago que los demócratas pretenden robarse la elección y se negó, una vez más, a garantizar una transición pacífica en caso de perder. Trump adopta la postura clásica del aspirante a dictador de república bananera; mis oponentes no pueden ganar, y si lo hacen, simplemente no lo aceptaré. Todo esto lo dice y hace con la indecente complicidad del Partido Republicano.

Dicen los politólogos Ziblatt y Levitsky (autores de un libro de moda:  ¿Cómo mueren las democracias?) que el proceso del fin de un régimen democrático comienza cuando un partido en el gobierno adultera las normas fundamentales para neutralizar contrapesos del poder. Las Cortes Supremas, en su papel de máximas intérpretes de la Constitución de una República, son bastiones esenciales de la división de poderes. Por eso es que los tiranuelos de nueva cepa como los que padecen en Venezuela, Turquía, Hungría y un cada vez más largo etcétera procuran someterlas a la brevedad posible. Sucede ahora en Argentina, donde el partido peronista pretende abusar de su mayoría parlamentaria para reemplazar a los magistrados que considera no afines. ¡Y en México! Bueno, entre nosotros el paroxismo de indecencia lo acabamos de ver con la ignominiosa resolución de la Suprema Corte sobre la absurda consulta para enjuiciar a los ex presidentes, hecha a la medida para complacer el capricho de un presidente autoritario. De manera asaz indecente el ministro Zaldivar renunció a sus obligaciones como jurisconsulto neutral y experto para forzar una decisión recurriendo a la más pedestre politiquería. Quedó en evidencia que carecemos de un tribunal constitucional confiable. Es de una gravedad tal lo sucedido que podemos dar por muerto el Estado de Derecho. Ahora cualquier cosa puede pasar. Se declaró la constitucionalidad de una propuesta extravagante y peligrosa. El  galimatías redactado por los jueces de la Suprema para dar gusto a AMLO será recordado como una infamia histórica: incoherente, confuso, una  joya solo concebible en el surrealista país natal  de Mario Moreno “Cantinflas”. Cedió la Corte a las presiones y amenazas veladas de un presidente desbocado quien le había advertido: “si se rechaza la consulta popular sobre el juicio contra cinco ex presidentes, yo me deslindo y que el Poder Judicial asuma su responsabilidad”. Incluso el Caudillo habló de la eventual presentación de una iniciativa de reforma al artículo 35 constitucional, con el propósito de “evitar la cancelación de la democracia participativa y salvar el derecho del pueblo a ser consultado”.

Todo esto es indecente porque constituye una grave afrenta para los ciudadanos de nuestro país. Un sistema político decente es aquel en donde la autoridad no humilla a sus ciudadanos. La humillación ciudadana es la característica más descriptiva de lo que sucede en las naciones donde se afianzan los nuevos autoritarismos. Se humilla a quienes se les miente, manipula y engaña constantemente. Y humillar es la pasión favorita del dictador carente de empatía con sus súbditos, interesado solo en incrementar su poder.

 Pedro Arturo Aguirre

Publicada en Etcétera

3 de octubre de 2020

El Populista vs. los Intelectuales

 




Imprescindible en el populismo es la arenga anti-elitista. Se abomina a las élites y no solo a las producto de la desigualdad económica, sino también a las concebidas como comunidades cerradas fundadas en la alta educación y los logros personales. Bajo esta lógica, con singular furia se vilipendia a expertos e intelectuales, de ahí expresiones desdeñosas de los líderes populistas actuales de Trump a Putin y de Erdogan a AMLO tales como: ¿Para qué queremos a los expertos? ¿Quién necesita a los intelectuales?.

El anti-intelectualismo tiene una larga tradición. El politólogo Richard Hofstadter exploró las profundas raíces del rechazo a los “sabiondillos” en Estados Unidos y llegó a la conclusión de que tuvo sus orígenes en características anteriores a la fundación de este país: la desconfianza ante la modernización laica, la preferencia por soluciones prácticas a los problemas y, por sobre todas las cosas, la influencia devastadora del evangelismo protestante en la vida cotidiana. También llama mucho la atención su reflexión ante la ironía de que en un país creado por intelectuales (la mayoría de los firmantes de la declaración de Independencia lo eran) se deprecie y desconfíe tanto del político capaz de anteponer la razón a los sentimientos o a la fe. También subraya algo cardinal para entender a quienes reniegan de la inteligencia en política: “La mente fundamentalista es esencialmente maniquea; interpreta al mundo como un escenario del conflicto entre el bien y el mal absoluto y, por lo tanto, desprecia los acuerdos (¿quién pactaría con Satanás?) y no puede tolerar ambigüedad alguna”.

Estos axiomas sobre el carácter maniqueo del anti-intelectualismo aplican perfectamente a todas las mendaces demagogias al alza que hoy pululan por aquí y por allá. El acendrado odio a la inteligencia en absoluto es privativo de la derecha cristiana del Partido Republicano, está presente en las actitudes de los populistas de izquierda y derecha que dividen al mundo en buenos y malos, no admiten ningún tipo de matices para atemperar sus dogmas y denigran a quienes -supuestamente- solo hablan para "los pocos" y -por consiguiente- responden en exclusiva a las expectativas y preocupaciones de “los pocos” porque ignoran las preocupaciones e intereses de las mayorías, las cuales perciben sus valores menospreciados. Se opta por desterrar a la razón de la tarea de gobernar y por desconfiar de la inteligencia como un atributo indispensable en los líderes. Los resultados de todo esto suelen ser desastrosos.

Frente a las sofisticaciones intelectuales y complejidades de la existencia humana, los populistas contraponen una cosmovisión maniquea la cual procura simplificar todo y reducirlo al sencillo contraste blanco/negro. Recelan del razonamiento, la ciencia y la técnica. Depositan toda la fe en los bondadosos instintos del pueblo y en su infalible “sentido común”. La irracionalidad ayuda al fortalecimiento del Caudillo y su “conexión especial con el pueblo”. Los líderes populistas jamás enumeran entre sus virtudes la capacidad técnica, sino más bien enfatizan por encima de todas las cosas su maravillosa “sensibilidad”. También son proclives a exigir “fe ciega” y a reconocer en sus colaboradores más la lealtad que la eficiencia. En sus discursos, los llamamientos emocionales dominan siempre sobre los planteamientos racionales. “La razón paraliza, la acción moviliza”, decía (don Benito) Mussolini. No se trata de hacer pensar a los seguidores, sino de movilizarlos.

Este fenómeno debe mover a la reflexión a quienes defendemos un orden político liberal porque evidencia la dificultad creciente de lograr consensos racionales para unir a las sociedades, significa una discordia entre la libre deliberación democrática y el conocimiento experto y contrapone a las distintas formas de construir certezas sobre el mundo. Se urde una batalla absurda entre ciencia frente a pensamiento mágico, hechos contra posverdad, lo complejo versus lo simple. Estas tensiones son los rasgos primordiales de un conflicto cultural e implica, entre otras cosas, el rechazo radical a ciertos cambios económicos y tecnológicos muchas veces causantes de exclusión social. Por eso comprenderlo en toda su amplitud es axial para poder superar la actual crisis de la democracia. Pensemos la reacción anti-intelectual como una oportunidad para reconocer, con humildad, las limitaciones del saber experto. Es fundamental gobernar de acuerdo a los dictados de la racionalidad, pero es inaceptable hacerlo con una actitud displicente ante las tradiciones culturales y las necesidades sociales. No se trata de caer en la tentación de considerar a los populistas simplemente como “tontos profundos” o, peor aún, ceder en la provocación de fútiles descalificaciones. ¡Cuidado con iniciar contra el populista una guerra de improperios y adjetivaciones! ¡Aguas con  hacerle el juego al furor anti-elitista y reforzar, así, al demagogo! Como escribió Ece Temelkuran, estupenda analista turca del fenómeno populista actual: “El lenguaje del debate político se reduciría a una especie de lucha libre donde todo está permitido, hasta que incluso los intelectuales más prominentes terminen bailando al son de los populistas.” Hagamos la autocrítica del discurso elitista. Los populistas no provienen de la nada, son la respuesta, muchas veces desesperada, de los millones marginados y olvidados.

Pero, por otro lado, jamás le demos la espalda a la racionalidad. Por ejemplo, en México sus defensores describen a AMLO como un hombre que proviene del “México profundo”, y destacan su obsesión con la pobreza y la desigualdad. Por ello justifican que, para él, los temas de la democracia, los derechos humanos y la modernidad resulten una exquisitez. Lo que importa es resarcir por fin, a las mayorías. Jorge Zepeda Patterson escribió no hace mucho sobre nuestro Peje: “Ciertamente algunas de sus apreciaciones resultan rústicas a nuestros ojos, carece de roce internacional, está encerrado en sus lecturas del siglo XIX y en los mitos de sus héroes, y maneja una decena de pulsiones que repite sin cesar. Pueden parecernos simplistas, pero son las que emanan cuando se mira desde abajo el país que hoy tenemos”. Y en base a ello, se supone, demos excusar la ineficacia, la estulticia y los rasgos autoritarios del jefe, porque su inspiración es “noble y justa”. Pero, evidentemente, no basta con la sensibilidad social. Un líder incapaz de  construir mínimos de convivencia entre sus gobernantes para alcanzar metas comunes indefectiblemente lleva al desastre. Cierto, es imposible seguir gobernando en detrimento del “México profundo”, pero igual de insensato es ir a contrapelo de la modernidad y de las reglas elementales del buen gobierno porque son, precisamente, los sectores populares y desprotegidos los más perjudicados cuando un presidente fracasa en sus tareas de administración por entregarse al frenesí voluntarista.

Los problemas complejos de las sociedades modernas no encuentran salidas fáciles. Hoy abundan quienes alegre e irresponsablemente ofrecen atajos, hombres fuertes que constituyen una amenaza real para las sociedades abiertas. Por eso es tan importante entenderlos como lo que realmente son. La tarea demanda defender a ultranza el pluralismo, pero también comprender las causas económicas, sociales y culturales que llevan a la gente a votar a los populistas, y procurar un lenguaje atractivo y renovado en contenido y emociones.

Pedro Arturo Aguirre

publicado en Etcétera

26 de septiembre de 2020

Jugar a ser Dios

 



 Hace muchos años, derrumbado el muro de Berlín, triunfante la democracia, creíamos -ingenuos- que los cultos a la personalidad serían, por siempre, suprimidos. ¡Cuán craso fue nuestro error! Es el siglo XXI y a lo largo de todo el orbe la aberración de deificar caudillos y tiranuelos ha vuelto para gloria efímera de una chocante e imprevista nueva generación de dictadores. Admitamos que la gente necesita entregarse a lo irracional. Arraigan los cultos a la personalidad por la férrea voluntad del pueblo de creer, a ultranza, en las cualidades extraordinarias de un “Salvador”. De maneras sigilosas, pero inquebrantables, esta devoción pasa de ser un sentimiento espontáneo a un esperpéntico método legitimador de totalitarismos.

¿Cuáles son las cualidades indispensables para cuajar una adoración al caudillo intensa y duradera? El carisma, la elocuencia, la “inteligencia estratégica” dirían quienes saben. Pero ello no es necesariamente cierto. Influye más saber vincularse con las ansias místicas del pueblo, con sus fervores mágico-religiosos, sus ritos, devociones y prejuicios. Líderes con delirios mesiánicos como Perón, Evo, Correa, Chávez y, por supuesto, nuestro inefable Peje tienen éxito gracias a estar dotados de ese atributo prodigioso. En América Latina, crédula región, populismos pretendidamente “de izquierda” abusan sin escrúpulo alguno de la vocación religiosa de sus países. Maduro se refiere a Chávez con cosas como “fue un Cristo, hizo milagros en vida y con él la cruz recobró su símbolo antiimperialista”. El culto post mortem al comandante supone prácticas de santería a veces combinadas con celebraciones eucarísticas. Un fenómeno de santificación comparable al del gran ídolo de la mística populista latinoamericana: Eva Perón, “Santa Evita”, la “abanderada de los humildes”, “jefa espiritual de la Nación argentina”. Nuestros caudillos saben construir una especie de “nexo místico” con el pueblo y para ello ni siquiera es necesario contar con una personalidad arrolladora, tener una elocuencia extraordinaria y menos poseer “inteligencia estratégica”, y de ello es buena prueba nuestro Peje. Basta ser un demagogo lo suficientemente hábil y sensible capaz de entender y manipular las enraizadas inclinaciones místico-religiosas de los gobernados.

¿Y el buen gobierno? ¡Pamplinas! Importa solo la tremenda necesidad de creer en “alguien”, más que en “algo”. La gente perdona la falta de solidez en las ideas y propuestas si el caudillo logra arrogarse de un halo mítico. Hagan lo que hagan, digan lo que digan, pese a la palmaria incompetencia de sus gobiernos, los Mesías se ven consagrados de infalibilidad. Sus seguidores nada se le cuestionan, toda insensatez se justifica, todo absurdo es racionalizado porque lo primordial importante es el voluntarismo mágico del líder, no esa entelequia de las “políticas públicas”. ¿A quién le importa cómo echar a andar la economía, transformar las instituciones o plantarse con realismo ante los retos del mundo actual? Lo esencial es personificar la inmarcesible esperanza, ¡ah! y señalar al mal. ¡Eso! El caudillo posee el monopolio de la autoridad moral porque al encarnar al Pueblo solo él es bueno y justo. Promete infatigable, pontifica, denuncia al mal con dedo flamígero. Si sus alegatos mesiánicos no resuelven problemas ni dan salidas, si la voluntad inmaculada no conduce a ninguna parte, eso es lo de menos. ¡Tenemos a un Iluminado!

En México el culto oficial al presidente no es nuevo. La lambisconería al “Jefe de la Nación” era elemento consustancial al régimen priista. El Señor Presidente era Norte y guía, ser y deber ser, guardián infatigable de las instituciones, intocable para la crítica y objeto de las más abyectas adulaciones. ¿Porque ahora, triste tiempo de restauraciones autoritarias, habría de sorprendernos el nuevo apogeo de los sicofantes? Viene al caso recordar aquella ocasión cuando el -a la sazón- gobernador de Campeche, un  tal Carlos Sansores Pérez, ató las agujetas de un zapato de Luis Echeverría, “no se vaya Usted a tropezar, Sr. Presidente”, aclaró el servil mientras lo hacía. Hoy vuelve por sus fueros el omnímodo  presidencialismo de antaño, por eso no es inaudito escuchar de los labios rellenos de colágeno de Layda Sansores, (digna hija de su padre) cosas como “Líderes como usted nacen uno cada cien años, Sr. Presidente”, ni al rastrero profesional de Alejandro Rojas Díaz Duran proponer el cambio de nombre del estado natal del primer mandatario como “Tabasco de López Obrador”. Más bien es cosa de irse reacostumbrando.

Pero con Andrés Manuel López Obrador el asunto de ser líder de culto tiene, además de la añoranza presidencialista, el agravante de tratarse de un personaje dueño de una tenaz vocación de predicador.  Esto de poseer cualidades de predicador ha estado presente en el culto a la personalidad de varios caudillos del Tercer Mundo obsesionados, además de con su paso a la “Historia”, con la “correcta” educación del pueblo y con guiar a la gente en los terrenos no solo políticos, sino también en los morales y personales. El Peje ha escrito y hablado de “construir una fraternidad universal, más humana y espiritual con todos los pueblos del mundo” de edificar “aquí en la tierra, el reino de la justicia”, para “poder vivir sin pobreza, miedos, temores, discriminación y racismo.” El factor moralino es consustancial a su estilo de gobierno y a en la impresión que quiere dejar en “La Historia”. “Viva el amor al prójimo”, gritó en un Zócalo desolado quien insulta adversarios y propala el discurso de odio todas las mañanas. Un Zócalo que el Sr. Presidente añora atiborrado de feligreses, perseverante en su idolatría al caudillo, “milenario” (diría él) en su historia. Le urge dirigirse al sagrado Pueblo, su espejo indefinido e indefinible al cual, a un tiempo, adula y representa, para volver a endilgarle su perpetuo sermón. Como buen megalómano, AMLO cree cumplir una gesta histórica, aspira a la creación de un tiempo nuevo, a presidir una etapa de regeneración imbuido en el fervor cuasi divino de hacer un mundo a su imagen y semejanza. Pero tras esta aparente munificencia el narcisista solo puede ofrecer miseria moral y una alarmante indigencia intelectual.

Pedro Arturo Aguirre

Publicado en Etcétera

19 de septiembre de 2020

La estupidez es la auténtica pandemia

 



“La estupidez nunca se pasa de la raya.

Allí donde pone el pie, ése es su territorio”

Jerzy Lec

La estupidez ronda campante y vigorosa alrededor de este afligido mundo. Desde luego, esto no es una revelación. La estupidez es tan vieja como la humanidad y, como escribió Paul Tabori, siempre ha sabido aparecer, oportuna, en dosis abundantes y mortales. Pero estos oscuros tiempos son los del apogeo de la estupidez. Las redes sociales, el populismo, las crisis económicas, el resurgimiento de los nacionalismos, las polarizaciones sociales y la proliferación del odio engendran millones de nuevos acólitos de la insensatez y el delirio. Y ahora, fenómenos como el calentamiento global y el coronavirus son pretextos idóneos para la invención de charlatanerías cada vez más extravagantes. “Jamás debemos subestimar a la estupidez humana”, advierte Yuval Noah Harari. Los devotos de la irracionalidad son millones y su poder puede llegar a ser infinito. A veces un solo estúpido basta para cambiar la historia mundial.

Las teorías conspirativas han sido uno de los vehículos preferidos de la estupidez. Gracias al internet, hoy estas locas narrativas avanzan rampantes por todo el planeta. Con la aparición de los populistas se han embalado aún más porque no hay como un buen demagogo para propagar el absurdo de la actualmente llamada “posverdad”  entre pueblos ávidos de creer lo que sea. Y, en verdad, (hablando de la estupidez como nuestro Zeitgeist) como mexicano uno solo puede quedarse perplejo ante la forma como los pueblos pueden quedar subyugados ante el encanto de los demagogos. Ver a nuestro gobierno cometer “gansadas” una, tras otra, tras otra, cada vez más flagrantes y hasta ridículas, y mantener casi indemne su popularidad es una experiencia alucinante.

Las teorías de la conspiración tampoco son una novedad, pero las incertidumbres actuales aumentan su difusión y han dado lugar a una verdadera joya del irracional más grotesco: el QAnon, idiota incluso dentro de la precaria escala de las versiones conspirativas. Según esta sandez, existe una “vasta organización” secreta y criminal formada  la elites cercanas al Partido Demócrata cuyo fin es aniquilar los “logros” de la administración Trump y acabar con su lucha en favor de los “valores cristianos”. Surgió en internet, fangal propicio para cualquier inmundicia. Pinta a Donald Trump como una especie de caballero medieval, un nuevo Lancelot, dedicado a tratar de derrotar a unas élites perversas dirigidas por los Clinton, Gates, Obama, Soros y Tom Hanks, los “verdaderos dueños de los hilos del mundo”, capaces de manipular las bolsas de valores, provocar incendios, crear la pandemia del coronavirus y, en su tiempo libre, dedicarse a violar a niños y beber su sangre.

Todo esto sonaría a una macabra broma, pero el propio Donald Trump ha mostrado públicamente su apoyo al movimiento y ha contribuido a difundir algunos de sus infundios. Incluso se ha convertido en una corriente política dentro del Partido Republicano con potencial de tener mayor peso y capacidad de penetración que el Tea Party, surgido en el ala derecha republicana hace una década. Q ya es el emblema de una difusa plataforma conspiranoica. Su presencia en las redes sociales cobra fuerza día a día, pese a ser cada vez más osadas sus barbaridades y demencias. Según una encuesta reciente (Daily Kos/Civiqs) más de la mitad de los votantes republicanos creen en la teoría completamente (33 por ciento) o parcialmente (23 por ciento). Sólo el 13 por ciento la considera falsa. Más grave aún, varios candidatos republicanos al Congreso en las elecciones de noviembre se identifican con esta vesania.

Que un bulo como este se extienda como el más contagioso de los virus exhibe a Estados Unidos como una nación al borde del precipicio. Pero no solo es ahí. Este delirio colectivo incluso ha arraigado en países como Alemania, España, Reino Unido, Francia e Italia. Al igual que sus homólogos en los Estados Unidos, los partidarios europeos de Q ven el coronavirus y las medidas de contingencia impuestas para combatirlo como parte de un complot de las élites globalistas para controlar a la población. También adulan a Donald Trump. En las manifestaciones recientes anticonfinamiento celebradas en Berlín recientemente se dejaron ver, junto a viejas banderas del viejo Reich alemán, imágenes de Trump, de Putin y emblemas de QAnon. En Alemania, el canal conspiranoico QlobalChange cuenta con más de cien mil suscriptores, y la versión francesa con más de sesenta mil.

Mucho llama la atención la heterogeneidad de los militantes europeos de esta absurda causa. No solo son de extrema derecha, sino también suma a hippies trasnochados, devotos de las medicinas alternativas, fieles de oscuras sectas religiosas, jóvenes desorientados y veteranos caídos en el abismo de la  realidad alternativa. Unidos marchan irremediables ignorantes, artistas consolidados, líderes de opinión, demagogos y estafadores de toda laya. Tal cosa es posible porque QAnon se adapta a las circunstancias locales y ajusta las narrativas en torno a las pretendidas conspiraciones de las élites locales pero, eso sí, sin dejar de tener en común siempre el concepto de una “meta-conspiración” basada en la existencia de “Estado profundo” y de una “cábala de élites”, todo ello aderezado con el amarillismo siempre perturbador de la pedofilia.

Las teorías conspirativas justifican una visión violenta del mundo, porque la violencia aparece como una forma legítima de actuar en contra de las fuerzas malvadas. Así ha sido, como mínimo, desde la Edad Media y a lo largo de toda la historia. Recuérdese, por ejemplo, como los falaces Protocolos de los Sabios de Sion fueron utilizados por los nazis para apuntalar el Holocausto. Los regímenes totalitarios y autoritarios siempre se han valido de estas paparruchadas para iniciar persecuciones y propalar el odio. Múltiples son los grupos terroristas que acreditan la razón de su “lucha” en el combate contra supuestas “potencias oscuras”. Véase la lista de algunos atentados e incidentes graves recientes inspirados por teorías conspirativas: en 2011 un sujeto asesinó a seis personas e hirió a una congresista en Tucson (Arizona), porque creía que los atentados del 11 de septiembre de 2001 eran un complot gubernamental; racistas convencidos de la existencia de un plan para eliminar a la raza blanca perpetraron las matanzas de Christchurch (Nueva Zelanda) y de El Paso (Texas); un fanático intentó prenderle fuego a una mezquita en Bayona (Francia) convencido de que el incendio de Notre Dame fue obra de musulmanes; un chiflado se presentó en una pizzería de Washington armado con un rifle de alto poder porque creía que el local era parte de una red de tráfico de menores encabezada por Hillary Clinton.

El auge de la irracionalidad es la verdadera y más peligrosa pandemia. Tras la estupidez acecha el cataclismo.

 Pedro Arturo Aguirre

publicado en Etcétera

12 de septiembre 2020