viernes, 19 de octubre de 2012

El Mundo que Nunca Fue


Acabo de leer el estupendo libro sobre el anarquismo de finales del siglo XIX The World That Never Was: A True Story of Dreamers, Schemers, Anarchists and Secret Agents (el Mundo que Nunca Fue: una historia verdadera de soñadores, intrigantes, anarquistas y agentes secretos) escrito por Alex Butterworth y que, desgraciadamente, no está traducido al español. Por cierto, conocí está obra hace cosa de un par de años gracias a mi querido amigo, el magnífico politólogo Jesús Silva Herzog Márquez, quien bien conoce mi afición por el tema del anarquismo decimonónico y mi intención de publicar, some day, la novela El Protocolo Malatesta.

Teniendo como telón de fondo el desarrollo industrial de las potencias capitalistas, el surgimiento en Estados Unidos de las fabulosas fortunas de los grandesTycoons, la injusticia de la tiranía zarista, la sanguinaria represión de la Comuna de París de 1870 y los grandes atentados anarco-terroristas de esta época fascinante, el autor nos cuenta la vida y avatares de algunos de los más notables anarquistas europeos y americanos, hombres y mujeres que creyeron, en palabras de William Morris, que "Ningún hombre es lo bastante bueno para ser dueño de otro hombre", y que compartían una visión del mundo de como podría ser algún día una “mancomunidad cooperativa” para acabar con la explotación, la opresión y el conflicto social. En un mundo de obscenas discrepancias entre los ricos y pobres, de explotación industrial del trabajo, de gran codicia y de falta de voluntad de los políticos para hacer frente a esta inequidades, surge una generación de revolucionarios anarco-comunitaristas involucrados en una lucha contra las “élites privilegiadas” la cual tenía el problema de ser, muchas veces, absurdamente maniquea y peligrosamente ingenua, y que desde siempre ha sido observada con profundo escepticismo por los pensadores anarco-individualistas.

El movimiento anarquista fue muy susceptible a ser manipulado debido -en buena medida- al exceso de idealismo político. Siempre le faltó la mayor pericia y sagacidad política que tuvieron movimientos políticos anti-sistema mejor organizados, como el socialista y el comunista. Tal fue la penetración policiaca en las organizaciones anarquistas que muchas veces un espía del gobierno terminaba por denunciar las actividades de otro espía del gobierno sin saber que ambos trabajaban para el mismo patrón.

Estos enredos, farsas y conjuras gubernamentales constituyen precisamente el corazón de la obra de Buttenworth. La infiltración en estos grupos de ingenuos utópicos por siniestros funcionarios del Estado cuya misión era proteger el status quo fue una práctica corriente de las policías. Espías que acechaban en las sombras y se dedicaban a reclutar disidentes, idealistas y crédulos bienintencionados con engaños para que cometieran los actos más atroces de terrorismo para que, así, los gobiernos tuviesen pretextos de iniciar oleadas represivas.

Cuatro grandes intrigantes taimados y falaces son los verdaderos principales protagonistas del libro: el coronel Wilhelm Stieber (1842-1882), jefe de la inteligencia militar para la Confederación de Alemania del Norte y más tarde asesor de asuntos secretos de Bismarck; Peter Rachkovsky (1881-1910), jefe de Okrana exterior (servicio secreto zarista en el extranjero); Allan Pinkerton (1849-1880), cartista tránsfuga, rompehuelgas , anti-sindicalista y fundador del Servicio Secreto de los EE.UU; y el inspector en jefe William Melville (1883-1917) superintendente de la Policía Metropolitana Rama Especial, más tarde jefe de la Oficina del Servicio Secreto (el famoso M15 británico). Los enjuagues y conspiraciones criminales organizados por estos hombres con el propósito de utilizar ilusos revolucionarios anarquistas y supuestos complots judeo-masónicos son legendarios. Se incluye el patrocinio Rachkovsky en la elaboración de los infames Protocolos de los Sabios de Sión, obra utilizada más tarde por los nazis en la justificación del holocausto, y la forma en que Melville aprovechó  la inocencia de unos jóvenes revolucionarios para diseñar el llamado "complot de bomba Walsall" y la la explosión de 1894 el parque de Greenwich (que sirvió de argumento para la obra de Joseph Conrad, El Agente Secreto).

Nos recuerda John Gray al hacer la reseña de este libro para el New Statesman que “Una característica de la fe anarquista era la convicción de que había maquinaciones de fuerzas siniestras que se interponían en el camino de la gente para alcanzar un paraíso terrenal.” Maquinaciones del establishment para mantener el poder, desde luego, existían, y lo más paradójico es que los anarquistas fueran tan burdamente utilizados en beneficio de éstas.

Un interesante tercer aspecto del libro de Butterworth es el rescate que hace de fabulosos personajes de la época que han sido olvidados por los historiadores. Héroes y antihéroes como Louise Michel, la “dama dragón” del asedio contra la Comuna de París, que termina en el exilio invocando visiones de un "mundo federado sociedad que habita las ciudades bajo el agua ";  el marqués Henri de Rochefort-Lucay, un cínico nihilista que empezó en la izquierda más radical para terminar postulando el más feroz antisemitismo y el chauvinismo más reaccionario; Evno Azef, héroe supremo del Partido Socialista Revolucionario, y títere de la policía; y una buena cantidad de aventureros, falsarios, pensadores a idealistas por cuyas viscicitudes bien vale la pena asomarse, porque tiene como resultado es un relato fascinante, lleno de intriga y aventura.

Intriga, aventura y, reitero, enredos. Y es que el signo de los anarquistas comunitaristas más radicales (al igual que el de los idealistas de todo signo político, a fin de cuentas) ha sido caer víctimas de una colosal contradicción, que consiste en que pesar de su enemistad con la religión, los anarquistas, como los comunistas, adoptaron -casi todos- los atributos de la religión, incluyendo un martirologio muy desarrollado y, sobre todo, un maniqueísmo acendrado. El anarquismo para muchos se convirtió en una fe, a pesar de que pretendidamente su visión del mundo estaban basada en el análisis científico. Y otra gran paradoja que determina a muchos anarquistas, anti-establishment y antiautoritarios radicales es la definió alguna vez ni más ni menos que benito Mussolini cuando dijo "Todo anarquista es, en el fondo, un dictador frustrado".

sábado, 13 de octubre de 2012

Nietzsche y Stirner


En SAFRANSKI, R., Nietzsche. Biografía de su pensamiento, Tusquets, Barcelona, 2001, pp. 131-137. Traducción de Raúl Gabas.
"En la década de los cuarenta, años en los que a Nietzsche le habría gustado vivir, según confesó a un amigo, hubo un autor que se alzó contra los maquinistas de la lógica histórica y naturalista, y que había escrito sobre el espíritu libre y vivo: «Sabe que el hombre se comporta en forma religiosa o creyente no sólo en relación con Dios, sino también en relación con otras ideas, como el derecho, el Estado, la ley, etcétera, es decir, reconoce las ideas fijas por doquier. Y así quiere disolver el pensamiento a través del pensamiento» (Stirner, 164). Estamos recordando aquí a un provocador filosófico que ya antes de Nietzsche experimentaba con el pensamiento de la inversión, y había formulado su protesta anarquista contra la supuesta lógica férrea de la naturaleza, la historia y la sociedad en una obra que había aparecido el año anterior al nacimiento de Nietzsche. Johann Caspar Schmidt, profesor en el Centro de Educación de Señoritas de Berlín, publicó en 1844, bajo el pseudónimo de Max Stirner, su obra El Único y su propiedad, un libro que entonces llamó mucho la atención. Por su radicalidad individual y anarquista, los ambientes normales de la filosofía e incluso los disidentes rechazaron oficialmente la obra como escandalosa y desatinada.
Pero en privado muchos estaban fascinados por su autor. Marx se sintió incitado a escribir una crítica de esta obra, una crítica que alcanzó unas dimensiones superiores al libro criticado, y que al final no fue publicada. Feuerbach escribió a su hermano que Stirner era «el escritor más genial y libre que había conocido» (Lanka, 49); pero en público no se manifestó sobre este autor. Por lo demás, la callada repercusión de Stirner continuó también más tarde. Husserl habló una vez de su «fuerza seductora», aunque no lo menciona en la propia obra. Carl Schmitt, de joven, estaba profundamente impresionado por Stirner, y en 1947, encontrándose en prisión, se sintió «tentado» de nuevo por él. Georg Simmel se prohíbe a sí mismo el contacto con este «tipo sorprendente de individualismo».
Por lo que se refiere a Nietzsche, parece que se da en él un llamativo silencio. En su obra nunca menciona el nombre de Stirner, pero pocos años después de su derrumbamiento se encendió en Alemania una viva disputa sobre la pregunta de si Nietzsche conoció a Stirner y se dejó impulsar por él. En el debate se vieron implicados, entre otros, Peter Gast, la hermana, Franz Overbeck, amigo de muchos años, y Eduard von Hartmann. Defendieron una posición extrema los que le acusaban de plagio. Hartmann, por ejemplo, argumentaba que Nietzsche había conocido la obra de Stirner, pues en su segunda Intempestiva había criticado exactamente aquellos pasajes de la obra de Hartmann en los que se rechazaba explícitamente la filosofía de Stirner. O sea que, aun cuando sólo fuera por este camino, Nietzsche tenía que conocer a Stirner. Hartmann resalta además el paralelismo de ciertos pensamientos, y plantea entonces la pregunta de por qué Nietzsche, si bien se dejó influir con seguridad por Stirner, sin embargo lo silenció sistemáticamente. La respuesta que entonces parecía obvia la formuló así un contemporáneo: 

«Nietzsche habría quedado desacreditado para siempre entre las personas formadas de todo el mundo si hubiera dejado notar algún tipo de simpatía por un burdo y desconsiderado Stirner, que hace alarde de un desnudo egoísmo y anarquismo. De hecho, la escrupulosa censura de Berlín sólo permitió la impresión del libro de Stirner por la razón de que los pensamientos expuestos eran tan exagerados, que nadie iba a estar de acuerdo con ellos» (Rahden, 485).

Dada la mala fama de Stirner, es fácil imaginarse que Nietzsche no quería verse asociado a él ni por un instante. Las investigaciones de Franz Overbeck mostraron que en 1874 Nietzsche prestó a su alumno Baumgartner la obra de Stirner, sacada de la biblioteca de Basilea. Fue esto quizás una medida de precaución, la de dársela anticipadamente a sus alumnos para que estuvieran ya preparados? En todo caso, así recibió el público esta noticia, una interpretación en cuyo apoyo vienen los recuerdos de Ida Overbeck, amiga íntima de Nietzsche en los años setenta. Esta relata:

«En una ocasión, cuando mi marido había salido [Nietzsche] conversó un ratito conmigo y mencionó a dos elementos que ocupaban su atención y con los que se sentía emparentado. Como en todas las ocasiones en las que adquiría conciencia de una relación interna, se mostraba muy animado y feliz. Un poco después topó con Klinger entre los libros de casa [ ...]. “¡Mira!”, dijo, “con Klinger me he equivocado mucho. Era un filisteo, ¡no!, con él no me siento emparentado. Pero Stirner, ¡ése sí!”. Y al decir esto, un gesto festivo recorrió su cara. Mientras yo me fijaba en sus rasgos con tensión, éstos cambiaron de nuevo, hizo con la mano algo así como un movimiento de ahuyentar y dijo susurrando: “Ahora se lo he dicho a usted, cuando en realidad no quería hablar de esto. Olvídelo de nuevo. Se hablará de un plagio, pero usted no lo hará, ya lo sé”» (Bernoulli, 238).

Ida Overbeck sigue relatando cómo, en presencia de su alumno Baumgartner, Nietzsche designó la obra de Stirner como «la más audaz y consecuente desde Hobbes». Como sabemos, no era un lector paciente, pero a su manera era un lector a fondo. Pocas veces leía enteramente los libros, aunque sí leía en ellos con un instinto certero para aquellos aspectos que eran instructivos y estimulantes. Ida Overbeck relata al respecto:

«Me decía que, cuando leía a un escritor, siempre se sentía afectado solamente por frases breves, con las cuales enlazaba él sus propios pensamientos; y que, sobre las columnas que así se le ofrecían, ponía un nuevo edificio» (Bernoulli, 240).

Pero ¿qué era lo que, por una parte, hacía de Stirner un leproso en la filosofía y, por otra, ejercía el efecto de estimular a Nietzsche o de confirmar su propio pensamiento? Más tarde, Nietzsche coqueteará en su propia obra con el aura de la locura; y en relación con Stirner podía contemplar ya ahora la propia empresa en el espejo de lo proscrito.

En la filosofía del siglo XIX, sin duda fue Stirner el nominalista más radical antes de Nietzsche. La radicalidad con que practicó la destrucción nominalista ha podido engendrar hasta hoy, especialmente entre los funcionarios de la filosofía, la impresión de un desatino, pero en su empresa había rasgos que en nada desmerecían de lo genial. Stirner es comparable a los nominalistas medievales, que designaban los conceptos generales, especialmente los referidos a Dios, como un «soplo», como un nombre sin realidad. En el núcleo del hombre Stirner descubre una fuerza creadora que engendra quimeras para luego dejarse oprimir por los propios engendros: ya Feuerbach había desarrollado este pensamiento en su crítica de la religión. Y Marx trasladó al trabajo y a la sociedad esta estructura de una productividad que se convierte en prisión para los productores. En el sentido mencionado Stirner permanece en la tradición del hegelianismo de izquierdas, por cuanto la emancipación del hombre se entiende como liberación de la esclavitud bajo los fantasmas y las relaciones sociales producidos por uno mismo Stirner agudiza la crítica. Es verdad, dice, que se ha destruido el «más allá fuera de nosotros», o sea, Dios y la moral supuestamente fundada en él. Aquí se ha «realizado la empresa de la Ilustración». Pero si desaparece este «más allá fuera de nosotros», queda intacto, sin embargo, el «más allá en nosotros» (Stirner, 192). Dios está muerto, lo hemos reconocido como quimera, pero hay todavía fantasmas más persistentes, que nos atormentan. Stirner acusa a los hegelianos de izquierda de que, después de matar a Dios, no han tenido nada más urgente que, en lugar del más allá antiguo, poner un más allá interior. ¿A qué se refiere Stirner con el «más allá en nosotros»? Por una parte, con ello se designa lo que luego Freud llamará el «superyo», a saber, la hipoteca heterónoma de un pasado que la familia y la sociedad han implantado en nosotros, una hipoteca de la que procedemos. Y la expresión se refiere también al dominio de los conceptos generales instaurado en nosotros, de conceptos como «humanidad», «humanismo», «libertad». El yo, cuando despierta a la conciencia, se encuentra cautivo en una red de tales conceptos, que tienen fuerza normativa, y con los que el sí mismo interpreta su existencia, carente en sí misma de nombres y conceptos. Ya para Stirner tenía validez el principio existencialista de que la existencia precede a la esencia. El intento de hacer que el individuo vuelva a su existencia sin nombre y de liberarlo de sus prisiones esencialistas es un impulso procedente de dicho autor.

Tales prisiones son para él en primer lugar las religiosas, que, sin embargo, ya han quedado suficientemente disueltas. En cambio, no está disuelto todavía el dominio de los otros fantasmas esencialistas: la supuesta «lógica» de la historia, las llamadas leyes de la sociedad, las ideas de humanismo y progreso, de liberalismo, etcétera. Para el nominalista Stirner todas esas nociones son universales que no tienen ninguna realidad. Ahora bien, si nos sentimos poseídos por tales universales, éstos engendran en nosotros realidades perniciosas.

Stirner se excita en especial por la expresión «humanidad», que normalmente se usa en buen sentido. La humanidad no existe. Sólo existen individuos innumerables. Y cada particular es inaprehensible a través de conceptos similares al de humanidad. ¿Qué significa, por ejemplo, la «igualdad» del género humano? ¿Que todos debemos morir? Pero nunca experimentamos el universal tener que morir, sino solamente el propio. Yo nunca experimentaré cómo el otro experimenta su tener que morir, por más que él sea mi prójimo. Yo no salgo de mí. Experimento solamente algo sobre la experiencia del otro, pero no la experiencia misma del otro. «Fraternidad» es también un concepto universal relacionado con la «humanidad». ¿Hasta dónde puedo extender realmente este sentimiento, tan lejos que abarque la tierra entera y el género humano? El yo se ha volatilizado en esta forma de hablar. «Libertad» es otro prominente concepto universal, que ha ocupado el fantasmagórico lugar de Dios. Stirner describe con mordaz ironía a aquellos pensadores que construyen una máquina de la sociedad y de la historia que, al final de su traqueteante trabajo, ha de llevar a cabo la «libertad» corno un producto; pero hasta que tal cosa llegue seguimos siendo esclavos como trabajadores del partido de esta máquina de la liberación. Así la voluntad. de libertad se transforma en la disposición a servir a una lógica. Qué consecuencias tan destructivas puede tener la fe en la lógica histórica es algo que el marxismo ha demostrado suficientemente. Sin duda, en su crítica de las construcciones universalistas de la liberación, Stirner ha tenido razón frente a Marx.

Por tanto, el nominalismo de Stirner quiere «disolver los pensamientos a través del pensamiento» (Stirner, 164). Pero esto no ha de tergiversarse. Este autor no pretende la falta de pensamientos, sino la libertad para el pensamiento creador, lo cual implica que no hemos de inclinarnos bajo el poder de lo pensado. Hay que seguir siendo el engendrador de su pensamiento. El pensar es una creación, el pensamiento es una criatura, y libertad de pensamiento significa que el creador está por encima de su criatura; el pensamiento es potencia y, por eso, más que lo pensado; el pensamiento vivo no puede entregarse a la prisión del pensamiento. «Tal como tú eres cada instante, eres tu criatura, y en esta “criatura” no puedes perderte a ti, el creador. Tú mismo eres un ser superior a lo que tú eres, y te superas a ti mismo» (Stirner, 39).

El nominalismo medieval había defendido a un incomprensible Dios creador, frente a una razón que quería encerrarlo en sus redes conceptuales. El nominalista Stirner defiende el incomprensible yo creador frente a los conceptos generales de tipo religioso, humanista, liberal, sociológico, etcétera. Y así como para el nominalista medieval Dios es aquel abismo que se ha creado a sí mismo y ha creado el mundo de la nada, y que en su libertad está sobre toda lógica, incluso sobre la verdad, de igual manera para Stirner el individuo inefable es una libertad «fundada en sí misma y en nada más». Del mismo modo que antaño lo fuera Dios, también este yo es lo abismal, pues, en palabras de Stirner, «yo no soy nada en el sentido de un vacío, sino la nada creadora, la nada de la que yo mismo como creador lo creo todo» (Stirner, 5). Con burla demasiado barata pudo Marx echar en cara al pequeño burgués Schmidt/Stirner su situación social, que puso límites demasiado estrechos a la creación. Pero en ello Marx no pensó el antiguo descubrimiento del estoicismo, a saber, el hecho de que nosotros estarnos influidos no tanto por las cosas cuanto por nuestras opiniones sobre las cosas. Y en definitiva Marx mismo en su acción no se dejó guiar por el proletariado, sino por su fantasma. Por eso Stirner tiene razón al acentuar en tal medida lo creado por el yo, pues es este fantasma el que produce el espacio de juego en el que después el yo se apoya teóricamente.

La filosofía de Stirner era un grandioso golpe liberador, a veces caprichoso y burlesco. Y era también consecuente en un sentido muy alemán. Sin duda Nietzsche lo experimentó como un golpe liberador cuando tenía que crearse espacio para el propio pensamiento, cuando, por mor de la vitalidad de la vida, reflexionaba sobre el problema del saber y de la verdad, y sobre cómo «el aguijón del saber» había de «invertirse contra la verdad».

De todos modos, había en Stirner un aspecto que debía resultar totalmente extraño e incluso escandaloso para Nietzsche. Por más que acentúe lo creador, la tenacidad con que reclama la propiedad de su ser individual y único muestra en definitiva a Stirner como un pequeño burgués, para el que la propiedad lo significa todo, aunque sea solamente la propiedad de su ser individual y único. También Nietzsche quiere liberarse de fantasmas y quiere hacerlo todo con su pensamiento, a fin de llegar «a la auténtica posesión» de sí mismo, como en cierta ocasión escribió en una carta (B, 6, 290). Pero los gestos de Nietzsche no son tan de rechazo como los de Stirner; Nietzsche quiere soltarse para llegar a sí mismo. Los esfuerzos de Stirner se dirigen al desenmascaramiento, los de Nietzsche se centran en el movimiento; Stirner forcejea por la ruptura, Nietzsche busca la partida."