En SAFRANSKI, R., Nietzsche. Biografía de su pensamiento, Tusquets, Barcelona, 2001, pp. 131-137. Traducción de Raúl Gabas.
"En la década de los
cuarenta, años en los que a Nietzsche le
habría gustado vivir, según confesó a un amigo, hubo un autor que se alzó
contra los maquinistas de la lógica histórica y naturalista, y que había
escrito sobre el espíritu libre y vivo: «Sabe que el hombre se comporta en
forma religiosa o creyente no sólo en relación con Dios, sino también en
relación con otras ideas, como el derecho, el Estado, la ley, etcétera, es
decir, reconoce las ideas fijas por doquier. Y así quiere disolver el
pensamiento a través del pensamiento» (Stirner, 164). Estamos recordando aquí a
un provocador filosófico que ya antes de Nietzsche experimentaba
con el pensamiento de la inversión, y había formulado su protesta anarquista
contra la supuesta lógica férrea de la naturaleza, la historia y la sociedad en
una obra que había aparecido el año anterior al nacimiento de Nietzsche. Johann
Caspar Schmidt, profesor en el Centro de Educación de Señoritas de Berlín,
publicó en 1844, bajo el pseudónimo de Max Stirner, su obra El Único y su
propiedad, un libro que entonces llamó mucho la atención. Por su
radicalidad individual y anarquista, los ambientes normales de la filosofía e
incluso los disidentes rechazaron oficialmente la obra como escandalosa y
desatinada.
Pero en privado muchos estaban fascinados por su autor. Marx se sintió
incitado a escribir una crítica de esta obra, una crítica que alcanzó unas
dimensiones superiores al libro criticado, y que al final no fue publicada.
Feuerbach escribió a su hermano que Stirner era «el escritor más genial y libre
que había conocido» (Lanka, 49); pero en público no se manifestó sobre este
autor. Por lo demás, la callada repercusión de Stirner continuó también más
tarde. Husserl habló una vez de su «fuerza seductora», aunque no lo menciona en
la propia obra. Carl Schmitt, de joven, estaba profundamente impresionado por
Stirner, y en 1947, encontrándose en prisión, se sintió «tentado» de nuevo por
él. Georg Simmel se prohíbe a sí mismo el contacto con este «tipo sorprendente
de individualismo».
Por lo que se refiere a Nietzsche, parece que se da en él un llamativo
silencio. En su obra nunca menciona el nombre de Stirner, pero pocos años
después de su derrumbamiento se encendió en Alemania una viva disputa sobre la
pregunta de si Nietzsche conoció a Stirner y se dejó impulsar por él. En el
debate se vieron implicados, entre otros, Peter Gast, la hermana, Franz
Overbeck, amigo de muchos años, y Eduard von Hartmann. Defendieron una posición
extrema los que le acusaban de plagio. Hartmann, por ejemplo, argumentaba que
Nietzsche había conocido la obra de Stirner, pues en su segunda Intempestiva había criticado exactamente aquellos pasajes de la obra de
Hartmann en los que se rechazaba explícitamente la filosofía de Stirner. O sea
que, aun cuando sólo fuera por este camino, Nietzsche tenía que conocer a
Stirner. Hartmann resalta además el paralelismo de ciertos pensamientos, y
plantea entonces la pregunta de por qué Nietzsche, si bien se dejó influir con
seguridad por Stirner, sin embargo lo silenció sistemáticamente. La respuesta
que entonces parecía obvia la formuló así un contemporáneo:
«Nietzsche habría quedado desacreditado para siempre entre las personas
formadas de todo el mundo si hubiera dejado notar algún tipo de simpatía por un
burdo y desconsiderado Stirner, que hace alarde de un desnudo egoísmo y
anarquismo. De hecho, la escrupulosa censura de Berlín sólo permitió la
impresión del libro de Stirner por la razón de que los pensamientos expuestos
eran tan exagerados, que nadie iba a estar de acuerdo con ellos» (Rahden, 485).
Dada la mala fama de Stirner, es fácil imaginarse que Nietzsche no
quería verse asociado a él ni por un instante. Las investigaciones de Franz
Overbeck mostraron que en 1874 Nietzsche prestó a su alumno Baumgartner la obra
de Stirner, sacada de la biblioteca de Basilea. Fue esto quizás una medida de
precaución, la de dársela anticipadamente a sus alumnos para que estuvieran ya
preparados? En todo caso, así recibió el público esta noticia, una
interpretación en cuyo apoyo vienen los recuerdos de Ida Overbeck, amiga íntima
de Nietzsche en los años setenta. Esta relata:
«En una ocasión, cuando mi marido había salido [Nietzsche] conversó un
ratito conmigo y mencionó a dos elementos que ocupaban su atención y con los
que se sentía emparentado. Como en todas las ocasiones en las que adquiría
conciencia de una relación interna, se mostraba muy animado y feliz. Un poco
después topó con Klinger entre los libros de casa [ ...]. ¡Mira!, dijo, con
Klinger me he equivocado mucho. Era un filisteo, ¡no!, con él no me siento
emparentado. Pero Stirner, ¡ése sí!. Y al decir esto, un gesto festivo
recorrió su cara. Mientras yo me fijaba en sus rasgos con tensión, éstos
cambiaron de nuevo, hizo con la mano algo así como un movimiento de ahuyentar y
dijo susurrando: Ahora se lo he dicho a usted, cuando en realidad no quería
hablar de esto. Olvídelo de nuevo. Se hablará de un plagio, pero usted no lo
hará, ya lo sé» (Bernoulli, 238).
Ida Overbeck sigue relatando cómo, en presencia de su alumno
Baumgartner, Nietzsche designó la obra de Stirner como «la más audaz y
consecuente desde Hobbes». Como sabemos, no era un lector paciente, pero a su
manera era un lector a fondo. Pocas veces leía enteramente los libros, aunque
sí leía en ellos con un instinto certero para aquellos aspectos que eran
instructivos y estimulantes. Ida Overbeck relata al respecto:
«Me decía que, cuando leía a un escritor, siempre se sentía afectado
solamente por frases breves, con las cuales enlazaba él sus propios
pensamientos; y que, sobre las columnas que así se le ofrecían, ponía un nuevo
edificio» (Bernoulli, 240).
Pero ¿qué era lo que, por una parte, hacía de Stirner un leproso en la
filosofía y, por otra, ejercía el efecto de estimular a Nietzsche o de
confirmar su propio pensamiento? Más tarde, Nietzsche coqueteará en su propia
obra con el aura de la locura; y en relación con Stirner podía contemplar ya
ahora la propia empresa en el espejo de lo proscrito.
En la filosofía del siglo XIX, sin duda fue Stirner el nominalista más
radical antes de Nietzsche. La radicalidad con que practicó la destrucción
nominalista ha podido engendrar hasta hoy, especialmente entre los funcionarios
de la filosofía, la impresión de un desatino, pero en su empresa había rasgos
que en nada desmerecían de lo genial. Stirner es comparable a los nominalistas
medievales, que designaban los conceptos generales, especialmente los referidos
a Dios, como un «soplo», como un nombre sin realidad. En el núcleo del hombre
Stirner descubre una fuerza creadora que engendra quimeras para luego dejarse
oprimir por los propios engendros: ya Feuerbach había desarrollado este
pensamiento en su crítica de la religión. Y Marx trasladó al trabajo y a la
sociedad esta estructura de una productividad que se convierte en prisión para
los productores. En el sentido mencionado Stirner permanece en la tradición del
hegelianismo de izquierdas, por cuanto la emancipación del hombre se entiende
como liberación de la esclavitud bajo los fantasmas y las relaciones sociales
producidos por uno mismo Stirner agudiza la crítica. Es verdad, dice, que se ha
destruido el «más allá fuera de nosotros», o sea, Dios y la moral supuestamente
fundada en él. Aquí se ha «realizado la empresa de la Ilustración». Pero si
desaparece este «más allá fuera de nosotros», queda intacto, sin embargo, el
«más allá en nosotros» (Stirner, 192). Dios está muerto, lo hemos reconocido
como quimera, pero hay todavía fantasmas más persistentes, que nos atormentan.
Stirner acusa a los hegelianos de izquierda de que, después de matar a Dios, no
han tenido nada más urgente que, en lugar del más allá antiguo, poner un más
allá interior. ¿A qué se refiere Stirner con el «más allá en nosotros»? Por una
parte, con ello se designa lo que luego Freud llamará el «superyo», a saber, la
hipoteca heterónoma de un pasado que la familia y la sociedad han implantado en
nosotros, una hipoteca de la que procedemos. Y la expresión se refiere también
al dominio de los conceptos generales instaurado en nosotros, de conceptos como
«humanidad», «humanismo», «libertad». El yo, cuando despierta a la conciencia,
se encuentra cautivo en una red de tales conceptos, que tienen fuerza
normativa, y con los que el sí mismo interpreta su existencia, carente en sí
misma de nombres y conceptos. Ya para Stirner tenía validez el principio
existencialista de que la existencia precede a la esencia. El intento de hacer
que el individuo vuelva a su existencia sin nombre y de liberarlo de sus
prisiones esencialistas es un impulso procedente de dicho autor.
Tales prisiones son para él en primer lugar las religiosas, que, sin
embargo, ya han quedado suficientemente disueltas. En cambio, no está disuelto
todavía el dominio de los otros fantasmas esencialistas: la supuesta «lógica»
de la historia, las llamadas leyes de la sociedad, las ideas de humanismo y
progreso, de liberalismo, etcétera. Para el nominalista Stirner todas esas
nociones son universales que no tienen ninguna realidad. Ahora bien, si nos
sentimos poseídos por tales universales, éstos engendran en nosotros realidades
perniciosas.
Stirner se excita en especial por la expresión «humanidad», que normalmente
se usa en buen sentido. La humanidad no existe. Sólo existen individuos
innumerables. Y cada particular es inaprehensible a través de conceptos
similares al de humanidad. ¿Qué significa, por ejemplo, la «igualdad» del
género humano? ¿Que todos debemos morir? Pero nunca experimentamos el universal
tener que morir, sino solamente el propio. Yo nunca experimentaré cómo el otro
experimenta su tener que morir, por más que él sea mi prójimo. Yo no salgo de
mí. Experimento solamente algo sobre la experiencia del otro, pero no la
experiencia misma del otro. «Fraternidad» es también un concepto universal
relacionado con la «humanidad». ¿Hasta dónde puedo extender realmente este
sentimiento, tan lejos que abarque la tierra entera y el género humano? El yo se
ha volatilizado en esta forma de hablar. «Libertad» es otro prominente concepto
universal, que ha ocupado el fantasmagórico lugar de Dios. Stirner describe con
mordaz ironía a aquellos pensadores que construyen una máquina de la sociedad y
de la historia que, al final de su traqueteante trabajo, ha de llevar a cabo la
«libertad» corno un producto; pero hasta que tal cosa llegue seguimos siendo
esclavos como trabajadores del partido de esta máquina de la liberación. Así la
voluntad. de libertad se transforma en la disposición a servir a una lógica.
Qué consecuencias tan destructivas puede tener la fe en la lógica histórica es
algo que el marxismo ha demostrado suficientemente. Sin duda, en su crítica de
las construcciones universalistas de la liberación, Stirner ha tenido razón
frente a Marx.
Por tanto, el nominalismo de Stirner quiere «disolver los pensamientos a
través del pensamiento» (Stirner, 164). Pero esto no ha de tergiversarse. Este
autor no pretende la falta de pensamientos, sino la libertad para el
pensamiento creador, lo cual implica que no hemos de inclinarnos bajo el poder
de lo pensado. Hay que seguir siendo el engendrador de su pensamiento. El
pensar es una creación, el pensamiento es una criatura, y libertad de
pensamiento significa que el creador está por encima de su criatura; el
pensamiento es potencia y, por eso, más que lo pensado; el pensamiento vivo no
puede entregarse a la prisión del pensamiento. «Tal como tú eres cada instante,
eres tu criatura, y en esta criatura no puedes perderte a ti, el creador. Tú
mismo eres un ser superior a lo que tú eres, y te superas a ti mismo» (Stirner,
39).
El nominalismo medieval había defendido a un incomprensible Dios
creador, frente a una razón que quería encerrarlo en sus redes conceptuales. El
nominalista Stirner defiende el incomprensible yo creador frente a los
conceptos generales de tipo religioso, humanista, liberal, sociológico,
etcétera. Y así como para el nominalista medieval Dios es aquel abismo que se
ha creado a sí mismo y ha creado el mundo de la nada, y que en su libertad está
sobre toda lógica, incluso sobre la verdad, de igual manera para Stirner el
individuo inefable es una libertad «fundada en sí misma y en nada más». Del
mismo modo que antaño lo fuera Dios, también este yo es lo abismal, pues, en
palabras de Stirner, «yo no soy nada en el sentido de un vacío, sino la nada
creadora, la nada de la que yo mismo como creador lo creo todo» (Stirner, 5).
Con burla demasiado barata pudo Marx echar en cara al pequeño burgués
Schmidt/Stirner su situación social, que puso límites demasiado estrechos a la
creación. Pero en ello Marx no pensó el antiguo descubrimiento del estoicismo,
a saber, el hecho de que nosotros estarnos influidos no tanto por las cosas
cuanto por nuestras opiniones sobre las cosas. Y en definitiva Marx mismo en su
acción no se dejó guiar por el proletariado, sino por su fantasma. Por eso
Stirner tiene razón al acentuar en tal medida lo creado por el yo, pues es este
fantasma el que produce el espacio de juego en el que después el yo se apoya
teóricamente.
La filosofía de Stirner era un grandioso golpe liberador, a veces
caprichoso y burlesco. Y era también consecuente en un sentido muy alemán. Sin
duda Nietzsche lo experimentó como un golpe liberador cuando tenía que crearse
espacio para el propio pensamiento, cuando, por mor de la vitalidad de la vida,
reflexionaba sobre el problema del saber y de la verdad, y sobre cómo «el
aguijón del saber» había de «invertirse contra la verdad».
De todos modos, había en Stirner un aspecto que debía resultar
totalmente extraño e incluso escandaloso para Nietzsche. Por más que acentúe lo
creador, la tenacidad con que reclama la propiedad de su ser individual y único
muestra en definitiva a Stirner como un pequeño burgués, para el que la
propiedad lo significa todo, aunque sea solamente la propiedad de su ser
individual y único. También Nietzsche quiere liberarse de fantasmas y quiere
hacerlo todo con su pensamiento, a fin de llegar «a la auténtica posesión» de
sí mismo, como en cierta ocasión escribió en una carta (B, 6, 290). Pero los
gestos de Nietzsche no son tan de rechazo como los de Stirner; Nietzsche quiere
soltarse para llegar a sí mismo. Los esfuerzos de Stirner se dirigen al
desenmascaramiento, los de Nietzsche se centran en el movimiento; Stirner
forcejea por la ruptura, Nietzsche busca la partida."