miércoles, 22 de mayo de 2013

Bicentenario de Richard Wagner



 
Nun sei bedankt, mein lieber Schwan!
Zieh durch die weite Flut zurück,
dahin, woher mich trug dein Kahn,
kehr wieder nur zu unsrem Glück!
Drum sei getreu dein Dienst getan!
Leb wohl, leb wohl, mein lieber Schwan!


Hoy es el bicentenario de Richard Wagner, uno de los compositores más grandes y portentosos de la historia. Ni como músico ni como persona fue perfecto, y esa seguramente fue parte de su grandeza, pero más allá de feos defectos e insuficiencias personales vivirá para siempre su excelsa música y sus personajes míticos llenos de fuerza cósmica. En óperas como Tristán e Isolda, El Anillo del Nibelungo, Lohengrin, Parsifal, la condición humana es idealizada: la tarea es rehacer a los dioses con material humano. Este proyecto identifica como nada el triunfo artístico de Wagner.
Claro, Wagner ha sido despedazado por un sinnúmero de críticos, y  el más agudo de ellos fue, en su momento, uno de sus más ferviente acólitos: Federico Nietzsche, el apóstata que criticó el estilo de “culto al héroe” wagneriano que, en su opinión, era una farsa y una vulgar exaltación burguesa. Y es cierto, de Wagner se ama la música pero se desprecia sus ideas mezquinamente nacionalistas, su prehitleriano culto al héroe, sus dobleces y su antisemitismo, defectos que han permitido que hoy el proyecto wagneriano se haya trivializado al máximo y las puestas en escena sean cada vez más groseramente kitsch.

Pedro más allá de todas estas facetas sombrías, las obras de Wagner son, en sus mejores momentos,  revelaciones seráficas, intentos de penetrar en el misterio central de la existencia humana. Son como los dramas de Esquilo y Shakespeare (con quienes Wagner estaba en deuda), las cuales tienen forma de epifanías. Wagner, como aquellos, logró que las pasiones individuales de sus personajes se convirtieran en arquetipos universales. Porque en los dramas operísticos wagnerianos la orquesta no se limita a acompañar a cantantes, sino que exalta el espacio que se encuentra bajo las emociones y ansias ancestrales de nuestra especie y en la transformación de estas pasiones individuales en símbolos de un destino común.

Los bosques, los ríos, los dragones, las valquirias se recrean para forjar una saga literaria llena de temores, piedad, heroísmos, pasiones. Para cada víctima hay una promesa de redención. Mientras lo sagrado se ha interpretado como la comunión del hombre con Dios, para Wagner  es comunión de Dios con el hombre. Son los dioses, no el hombre, quienes necesitan redención, y la redención viene por medio del amor. Sin embargo, el amor sólo es posible entre los mortales, porque es una relación entre cosas que mueren y que abrazan a su propia muerte. Brunilde reconoce esto en su diálogo con Sigfrido en Las Valquirias cuando resuelve en su corazón a renunciar a su inmortalidad por un amor humano, y el mismo sentimiento se percibe en Lohengrin y su inmortal canto al cisne.

Los dioses existen para idealizar nuestras pasiones. Es mediante la aceptación de la necesidad del sacrificio que comenzamos a vivir bajo la jurisdicción divina, rodeados de las cosas sagradas y de  la búsqueda de sentido a través del amor. Es reconocer que no estamos condenados a la mortalidad, sino consagrados a ella. Lo sagrado pide el deseo de profanación, y en quienes se han alejado de la religión este deseo es irresistible.

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