De malos a muy malos fueron la inmensa mayoría de los generales que mandaron en la primera guerra mundial tanto de un bando como del otro, lo que tristemente contrastaba con la bravura y resolución mostrada, la más de las veces, por las tropas. “Leones dirigidos por asnos”, la frase se popularizó desde mucho antes que terminara una contienda en la que millones de hombres fueron lanzados a la muerte en ataques sin sentido fruto de estrategias obsoletas, errores de cálculo, ciega soberbia o simple y llana ineptitud. El ejemplo más célebre de esta incompetencia es, probablemente, el desastroso primer día de la batalla del Somme, cuando las vidas de miles de jóvenes reclutas británicos alegres, optimistas, entusiastas y patriotas fueron segadas por las ametralladoras alemanas. Ese día negro (01 de julio 1916) es aun hoy considerado como el peor en la historia militar británica: casi 60 mil muertes. El responsable fue un pomposo militarillo llamado Douglas Haig. Ya antes otro fatuo general británico, John French, había sido culpable de una serie de cruentos desastres en Flandes producto de su necedad y soberbia. Pero no solo británicos fueron los comandantes fracasados. Los casos de incompetencia en los altos mandos abundaron. Por parte de Alemania fue palmaria la impericia, en una primera etapa, de los generales Moltke y Falkenhayn, incapaces de aplicar con eficacia las complejidades del famoso Plan Schlieffen. Serían sustituidos en el azaroso frente occidental por dos obtusos militares de la añeja escuela prusiana: Hindenburg y el infumable Ludendorff, quienes habían ganado fama en el frente oriental al enfrentar a los todavía más estúpidos generales rusos. La parejita Hindenburg-Ludendorff no se cansó de desperdiciar oportunidades ni de derramar vidas germanas en los campos de la Francia nororiental, siendo el infierno de Verdún el caso más siniestro.
En el lado francés infame es el recuerdo que dejaron, por ejemplo, ineptos comandantes como Robert Nivelle y el obsesivo y obstinado Joseph Joffre. Lo mejor de la juventud gala desperdiciada en las trincheras por culpa de las malas decisiones de este par de tontos, y no fueron los únicos. Por su parte, los italianos padecieron las pifias de Luigi Cadorna y los rusos tuvieron en el insensato zar Nicolás y su limitadísimo estado mayor a su peor enemigo. El imperio Austro-húngaro se puso en las manos de uno de los peores casos en esta feria de nulidades, el pedante Franz Conrad von Hötzendorf, un verdadero desastre nacional. Y así un largo etcétera.
Claro está, hubo excepciones importantes. La visión de Petain salvó a Francia en Verdún, la eficaz campaña emprendida en 1916 por el talentoso general ruso Brusilov evitó que el frente occidental colapsara para los aliados y, probablemente, a la larga decidió el resultado de la contienda. La negligentemente planeada campaña de la península de Gallipoli (animada, sobre todo, por el Primer Lord del Almirantazgo, un tal Winston Churchill) fue eficazmente repelida por un general diestro y carismático, una rareza en el podrido Imperio Otomano: Mustafa Kemal, más tarde conocido como Ataturk. La campaña en 1918 en el final de la guerra ha sido una de las más exitosas en la milenaria historia del ejército británico. Algunos generales como Plumer, Allenby (junto al famoso Lawrence de Arabia) y Monash tuvieron un destacadísimo desempeño en los campos de batalla. Pero la regla fue tolerar la más absurda incompetencia, la desidia, la marcada soberbia siempre acompañada por el absoluto desinterés en la vida y bienestar de los rasos. La opinión pública no tardó en reprocharlo y en exponer a los torpes generales al ridículo. Los culpaban de enviar con indiferencia a los hombres a las trincheras en pésimas condiciones y siguiendo criterios tácticos y estratégicos inoperantes. Mandamases como Haig, French o Nivelle eran descritos como tontos atrapados en viejas fórmulas y clichés pasados de modas y sus formas e indiferente sobre sus hombres. Libros y libelos comenzaron a aparecer con títulos como “Los Burros” , “Los Carniceros” o “Los Chapuceros de la Gran Guerra”.
Más recientemente, los historiadores han mirado con mucho más benevolencia y nuevas perspectivas los problemas que los generales de la Primera Guerra Mundial debieron enfrentar. Era cierto que las academias militares de donde procedían estaban atrapadas en viejas fórmulas útiles para la guerra del siglo XIX, pero ineficaces para afrontar las nuevas técnicas y tecnologías del siglo XX. Estaban frente a un tipo de guerra que simplemente nunca había existido antes, con armas completamente novedosas con un poder destructivo nunca antes conocido como tanques, gas venenoso, aviones, súper cañones y, sobre todo alambradas y ametralladoras. Las nuevas tecnologías impidieron por años romper el punto muerto de las trincheras. A la mayoría de los generales ciertamente les tomó más tiempo dominar los nuevos tipos de lucha. Una minoría supo adaptarse más rápido. Sin duda cometieron algunos errores horribles, como el ya citado ataque en el Somme en 1916 y el desastroso ataque a Passchendaele el año siguiente. Pero también se tuvieron algunos grandes éxitos. Sería absurdo pretender, nos dicen los historiadores revisionistas, que los generales de la Primera Guerra Mundial aran todos estúpidos. Sin embargo, la principal reproche que se les sigue haciendo a quienes comandaron a los grandes ejércitos de aquella época hace a los generales de la Primera Guerra sigue en pie y se refiere a la indiferencia con la que tomaron la muerte de millones de vidas, algo sin precedentes en la historia militar mundial, sin que tomaran medidas para recortar las bajas. Esa mancha quedará por siempre en la historia
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