Protocolo Malatesta es una trama irónica sobre las urdimbres y farsas que vivió el mundo occidental a finales del siglo XIX en medio de una ola de terrorismo anarquista que, entre otras cosas, costó la vida a un rey, una emperatriz, dos presidentes y un primer ministro. Cuenta la historia de Bruno Arpinati, anarquista "a su manera" y travieso embustero que va a enredarse de singular forma en los entresijos y locuras de esta época fascinante.
El terrorismo anarquista se convirtió en la principal preocupación de políticos, jefes de policía y periodistas. Los líderes europeos más conservadores hablaron de la existencia de una "gran conspiración judeo-masónica" que utilizaba a los anarquistas como instrumento para lograr oscuros propósitos de dominación mundial.
Abundaron todo tipo de especulaciones divulgadas con fruición por la prensa más derechista en torno a los grupos que podrían estar atrás de todo esto. Una tesis apuntaba a la esotérica y tenebrosa orden Illuminati, cuya existencia era comentada en Francia desde tiempos anteriores a la Revolución, e incluso no faltaban quienes veían en la corona británica, (la siempre pérfida Albión) al verdadero origen de la "Gran Conspiración". Pero, por mucho, la teoría favorita de los sectores nacionalistas y monárquicos fue la "existencia indudable" de un complot judeo-masónico para subyugar al planeta. A la sazón, el antisemitismo era rampante en toda Europa. Ello, aunado al tradicional secretismo con el que actuaban los grupos masones, contribuyeron a la popularización de esta conjetura.
En Francia estallaron 21 bombas de junio de 1891 a junio de 1894. Algunos de los terroristas conocieron al final el filo de la guillotina. Relataban los verdugos que rumbo al cadalso los anarquistas cantaban diatribas contra el poder y la iglesia. Ese fue el caso de Emile Henry, quien una tarde invernal arrojó una bomba a los burgueses que esperaban la salida de su tren en el Café Terminus de la estación St. Lazare. Sucedió lo mismo con August Vaillant, quien se había escabullido al recinto de la Asamblea Nacional para lanzar un explosivo a los escaños de los diputados. Antes de perder la cabeza, el terrorista auguró que sería vengado. No se equivocó. El 24 de junio de 1894 el anarquista italiano Sante Caserio asesinó a Sadi Carnot, presidente de la República, apuñalándole el hígado.
La verdad es que los anarco terroristas habían actuado de manera individual. Se trataba de muchachos exaltados, idealistas, la mayor parte de ellos pobres, asesinos solitarios que actuaban en nombre "de la causa". Fueron iluminados con alma vengadora que aspiraban hacer pagar con sangre al poderoso por los males del mundo.
Pero la idea de la conspiración crecía con cada atentado, y el supuesto involucramiento del judaísmo internacional se vio reforzado cuando en octubre de 1894 fue arrestado el capitán Alfred Dreyfus, militar francés de origen judío, acusado de vender secretos de guerra a los alemanes. Comenzaba así el infame affairDreyfus, que dividió profundamente a la opinión pública francesa y disparó una paranoia colectiva con pocos parangones en la historia del mundo.
En Francia se vivía la inestable era de la III República. El ejército rumiaba un profundo rencor por la humillación recibida ante los prusianos en la guerra de 1870. A la derecha proliferaban partidos y asociaciones ultranacionalistas y monárquicas que soñaban con la revancha, la restauración monárquica o la aparición de un "hombre fuerte" que pusiera "orden" en la Patria. En el seno de la izquierda se hacían cada vez más presentes los movimientos socialistas. El anarquismo florecía gracias a grandes teóricos que divulgaron trascendentes pensamientos libertarios, la mayor parte de ellos ajenos a la violencia. En el plano religioso, la Iglesia católica libraba una enconada lucha con los partidarios de instituir, de manera definitiva, un Estado laico.
También en España se verificaron actos de terror anarquista particularmente sanguinarios. La represión fue particularmente cruel. Muchos anarquistas, o sospechosos de serlo, fueron encarcelados y torturados. Algunos enfrentaron el horror de morir en el garrote vil. En el verano de 1897 otro anarquista italiano, Michelle Angliolillo, asesinó a tiros de pistola a Don Antonio Cánovas del Castillo, presidente de gobierno del Reino de España, quien se encontraba en el balneario de Santa Agueda, cerca de San Sebastián, disfrutando de un asueto estival. Se especuló sobre las supuestas conexiones de Angliolillo con los anarquistas franceses y con el movimiento independentista cubano, pero nada en firme pudo comprobarse. Lo único que asentó el asesino antes de su ejecución fue que había actuado en venganza de sus compañeros anarquistas ajusticiados bajo el puño de hierro de Cánovas del Castillo.
Tiempo más tarde, una fatídica mañana septembrina, la melancólica esposa del emperador austro-húngaro Francisco José murió en Ginebra atravesada por el hierro de un afilado estilete. La tragedia de Sissi reafirmó el mal fado que estigmatizaba desde hacía tiempo a la casa Habsburgo. El criminal había sido un anarquista italiano: Luigi Lucheni.
Italia había sido también escenario de una gran actividad anarquista, pero con tintes mucho menos violentos que los conocidos en España y Francia. Varios de los más grandes exponentes de la anarquía mundial eran italianos, pero como sus correligionarios franceses la mayoría era contraria al terrorismo aunque, en su momento, habían sido promotores, por lo menos en el discurso, de la doctrina de la "propaganda por la vía de los hechos" (propaganda dei fatti) que en teoría aceptaba a la violencia como forma de promoción y defensa de los valores anarquistas. Errico Malatesta es el mejor ejemplo de esto. Aunque al principio justificaba ciertos actos de violencia, terminó su vida rechazándolos con ahínco. Pese a ello, nunca se quitó la fama ante ciertos policías europeos de ser un anarco terrorista involucrado en conspiraciones y crímenes.
La teoría conspiracionista fue también muy bien recibida por el gobierno italiano el cual, como el francés, enfrentaba grandes dilemas. El país no había sido capaz de asentar su presencia ante resto del mundo como una potencia "emergente y pujante". Un nacionalismo chato e indeciso había sido humillado durante estos años por las grandes potencias tradicionales. El primer ministro del rey Humberto I, Francesco Crispi, sin duda el político más singular de la época del posrisorgimento, pretendió desarrollar una política exterior demasiado asertiva. Fue Crispi el primero en hablar de la "restauración de un Imperio Latino, digno sucesor del Romano". Fracasó, y al poco tiempo de su renuncia Italia se vio precisada de recuperar, de alguna manera, iniciativa en el exterior para no perder "respetabilidad".
También al Vaticano le preocupaba la diseminación del terrorismo, la supuesta fuerza global de la masonería y la posibilidad de que algún terrorista se cobrase la vida del Papa. La diplomacia vaticana y su servicio de espionaje procuraron estar atentos e informados de todos los acontecimientos que pudieran involucrar una Gran Conspiración judeomasónica que "atentara contra los valores cristianos" y de las actividades que representasen un peligro para la vida del Sumo Pontífice.
Ya hacia 1900 los tiempos duros arreciaron en casi toda Europa. En Francia no tardaría en descubrirse que todo el affair Dreyfuss se había basado en una fabricación de la cúpula militar. España sería humillada por Estados Unidos en la guerra del 98. Italia no atinaba a darse a respetar como la nueva potencia que pretendía ser. Aires revolucionarios se hacían sentir en Rusia. Fue entonces que se perpetró en París una de las más célebres falsificaciones de la historia. La Okhrana(policía secreta Rusa) en combinación con algunos oscuros personajes, redactó los célebres Protocolos de los Sabios de Sión, texto que supuestamente detallaba los planes del "Gran Sanedrín" judío para lograr la dominación mundial.
Y mientras tanto, los atentados terroristas continuaron. En 1900 otro anarquista italiano, Gaetano Bresci, asesinó en Monza al rey Humberto I. Este magnicida vivía en Paterson, Nueva Jersey, y desde ahí hizo el viaje a Italia para cumplir su fatal cometido. Un año más tarde tocó el turno de morir a manos de un anarco al Presidente de Estados Unidos, William McKinley, con la diferencia de que esta vez el criminal, Leon Czolgosz era de origen polaco. Era un muchacho impresionable que se conmovió al extremo al escuchar las arengas de la famosa anarquista norteamericana Emma Goldman.
Estados Unidos vivía la época de los Robber Barons, los grandes millonarios que forjaban fortunas con métodos poco escrupulosos y eran capaces de comprar políticos, aceitar maquinarias electorales y ejercer una influencia inaudita. Uno de los representantes más conspicuos de esta época de corrupción y abusos del poder fue el senador Mark Hanna, quien coordinó la campaña electoral de William McKinley en 1896.
Como reacción a los excesos de los Robber Barons y del excesivo poder del dinero en la política surgió en Estados Unidos el llamado "movimiento populista", el cual tuvo como uno de sus principales dirigentes a un líder de perfil mesiánico que surgió intempestivamente y le dio a los grandes capitales un enorme susto: William Jennings Bryan.
Fue también la época del surgimiento de la prensa como protagonista destacado en el juego del poder. En Francia, los periódicos desempeñaron un papel preponderante en la movilización de la opinión pública y en el desarrollo del escándalo Dreyfuss. En Estados Unidos, la influencia de la prensa amarillista y amañada del magnate William Randolph Hearst fue clave para forzar la guerra de Estados Unidos contra el declinante imperio español.
Anarquismo, terrorismo, grandes magnicidios, conspiraciones y contraconspiraciones, escándalos políticos, falsificaciones, prensa manipuladora, líderes populistas y corrupción política son los ingredientes del fascinante escenario donde Bruno Arpinati va a embrollarse para montar un sainete genial.
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