Menos mal, Joe Biden ganó las elecciones, pero da pavor observar la
forma tan estrecha como lo hizo. Razones sobraban para esperar que Donald Trump
recibiera una paliza, sobre todo con el notable ascenso de la
participación electoral, la mayor para
una elección presidencial de Estados Unidos desde 1900. La economía está en una
profunda caída, la gestión gubernamental de la pandemia ha sido desastrosa y el
presidente es un sujeto atrabiliario y soez de poderosas pulsiones autoritarias
quien ante la muerte de una cuarto de
millón de sus compatriotas por Covid describe a ésta cifra como un engaño inventado por “médicos
codiciosos”. Además, se niega a negociar un paquete de estímulo económico con
la Cámara de Representantes y a diario miente insulta y tergiversa la ley para
beneficio propio y de sus allegados. Cree que las instituciones existen para su
servicio personal. De cara a las elecciones presionó a su fiscal general para iniciar
una investigación criminal contra Biden y Hillary Clinton. Suele desestimar los
informes de inteligencia que contradicen sus propios prejuicios y ha sido descrito
como “no apto” para ocupar la presidencia en reiteradas ocasiones por decenas
de ex funcionarios y oficiales retirados (muchos de ellos republicanos) ya por
no hablar del alud de psiquiatras que opinan lo mismo.
Tanto y tan inusitado entusiasmo electoral invitaban a pensar en un triunfo
a lo grande de Biden y en un justo castigo al megalómano irresponsable. No fue
así. Muchas lecciones nos dejan las
reñidas elecciones del martes 3 de noviembre y una de ellas es que una masiva
participación electoral no siempre es síntoma de una democracia sana. La mitad
de los electores gringos votó por un sátrapa a todas luces mentiroso, soberbio,
tramposo y autoritario. La pesadilla está lejos de terminar. El país que gobernará
Biden está dividido y con su democracia en profunda crisis, escindido no sólo
por ideología y preferencias políticas (sería lo normal, a fin de cuentas),
sino por la forma en como los norteamericanos conciben al mundo. Se rompen los consensos
básicos indispensables en una democracia funcional. Prevalecen dos posturas
antagónicas que parecen vivir en universos distintos. Una parte es respetuosa
de la ley y las instituciones, cree en los hechos, respeta la ciencia y valora
los objetivos de la democracia y la civilidad, el otro segmento cree ciegamente
en un líder egocéntrico, autoritario y fatuo. Y estos dos sectores se profesan
mutuo desprecio. Trump perdió, pero el trumpismo se queda y será para mal y por
mucho tiempo.
Hace cuatro años supusimos que el sorprendente y, esperábamos, “anormal”
triunfo de Trump había sido posible por varios factores coyunturales: la impopularidad
de Hillary Clinton, la intromisión rusa en la campaña, el voto de protesta
masivo, la investigación de última hora a los famosos correos electrónicos de
Hillary ordenada por el FBI. Pero hoy vemos claramente la verdad: la mitad de
los electores se identifican con tan impresentable personaje. “Donald Trump es
la quintaescencia de los gringos, debería aparecer en la bandera de Estados
Unidos”, ésta contundente opinión me la dio mi padre, quien nunca ha profesado
a nuestros vecinos del norte demasiado amor que digamos. La aterradora es que
quizá tenga razón. Éste formidable patán hizo explotar al inconsciente más bajo
de sus paisanos con su xenofobia, racismo, machismo, grosero materialismo y
otros tantos oscuros instintos. Y para cerrar el círculo es un millonario que,
se supone, es un ganador nato y no le debe nada a nadie. Es el reflejo perfecto
de lo que muchos de sus compatriotas quisieran ser. Está completamente
descalificado para ocupar la presidencia de un país democrático y de sólidas
instituciones, y su espeluznante personita sólo imaginable al frente de
cualquier república bananera o para ser colega de Bokassa, Idi Amín o alguno de
los sátrapas por el estilo que han asolado a las malhadadas naciones del África
central. Pero no, es presidente de Estados Unidos, pretendido faro de la
democracia mundial y tras cuatro años de desastroso gobierno estuvo a punto de
obtener la reelección. Y si no lo consiguió, seamos claros, fue exclusivamente
gracias a la crisis del coronavirus, que sí no…
La esencia de Trump, la causa por la que verdaderamente cautiva a tantos
millones de gringos, es porque no se avergüenza de exhibir su egoísmo y su
falta de empatía ante el sufrimiento de los demás. Ello estimula a sus
admiradores pretender que tampoco ellos necesitan de estas cualidades. Todo se
vale si es para ganar, aunque sea violar la ley, mentir, estafar o abusar del
más débil. El “éxito a como dé lugar”, la apoteosis de la indecencia, la
exaltación de la deshonestidad. El mensaje a sus fanáticos es todas estas
“fruslerías” son los valores de tontos perdedores e incluso prácticas de la
cultura de élite que este caudillo y sus fanáticos tanto odian, como hablar en
frases largas y rebuscadas, leer libros o escuchar música clásica.
El gran bribón clama sin presentar prueba alguna que le robaron las
elecciones y apelará a la Suprema Corte dando a entender que para eso nombró a
tres de sus jueces. Tratará de minar a como dé lugar la legitimidad del
gobierno de su sucesor y, de pasada, arrastrar al fango al lesionado sistema
democrático. “Después de mí, el diluvio”, es uno de los apotegmas narcisistas,
y con él los millones de zafios que lo aclaman. Ese es el Estados Unidos “profundo”,
el país real. No tiene nada de democrático ni de compasivo.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en Etcétera
7 de noviembre 2020