miércoles, 11 de noviembre de 2020

Donald Trump en la Bandera de Estados Unidos

 



Menos mal, Joe Biden ganó las elecciones, pero da pavor observar la forma tan estrecha como lo hizo. Razones sobraban para esperar que Donald Trump recibiera una paliza, sobre todo con el notable ascenso de la participación  electoral, la mayor para una elección presidencial de Estados Unidos desde 1900. La economía está en una profunda caída, la gestión gubernamental de la pandemia ha sido desastrosa y el presidente es un sujeto atrabiliario y soez de poderosas pulsiones autoritarias quien ante la muerte  de una cuarto de millón de sus compatriotas por Covid describe a ésta cifra como un engaño inventado por “médicos codiciosos”. Además, se niega a negociar un paquete de estímulo económico con la Cámara de Representantes y a diario miente insulta y tergiversa la ley para beneficio propio y de sus allegados. Cree que las instituciones existen para su servicio personal. De cara a las elecciones presionó a su fiscal general para iniciar una investigación criminal contra Biden y Hillary Clinton. Suele desestimar los informes de inteligencia que contradicen sus propios prejuicios y ha sido descrito como “no apto” para ocupar la presidencia en reiteradas ocasiones por decenas de ex funcionarios y oficiales retirados (muchos de ellos republicanos) ya por no hablar del alud de psiquiatras que opinan lo mismo.

 

Tanto y tan inusitado entusiasmo electoral invitaban a pensar en un triunfo a lo grande de Biden y en un justo castigo al megalómano irresponsable. No fue así.  Muchas lecciones nos dejan las reñidas elecciones del martes 3 de noviembre y una de ellas es que una masiva participación electoral no siempre es síntoma de una democracia sana. La mitad de los electores gringos votó por un sátrapa a todas luces mentiroso, soberbio, tramposo y autoritario. La pesadilla está lejos de terminar. El país que gobernará Biden está dividido y con su democracia en profunda crisis, escindido no sólo por ideología y preferencias políticas (sería lo normal, a fin de cuentas), sino por la forma en como los norteamericanos conciben al mundo. Se rompen los consensos básicos indispensables en una democracia funcional. Prevalecen dos posturas antagónicas que parecen vivir en universos distintos. Una parte es respetuosa de la ley y las instituciones, cree en los hechos, respeta la ciencia y valora los objetivos de la democracia y la civilidad, el otro segmento cree ciegamente en un líder egocéntrico, autoritario y fatuo. Y estos dos sectores se profesan mutuo desprecio. Trump perdió, pero el trumpismo se queda y será para mal y por mucho tiempo.

Hace cuatro años supusimos que el sorprendente y, esperábamos, “anormal” triunfo de Trump había sido posible por varios factores coyunturales: la impopularidad de Hillary Clinton, la intromisión rusa en la campaña, el voto de protesta masivo, la investigación de última hora a los famosos correos electrónicos de Hillary ordenada por el FBI. Pero hoy vemos claramente la verdad: la mitad de los electores se identifican con tan impresentable personaje. “Donald Trump es la quintaescencia de los gringos, debería aparecer en la bandera de Estados Unidos”, ésta contundente opinión me la dio mi padre, quien nunca ha profesado a nuestros vecinos del norte demasiado amor que digamos. La aterradora es que quizá tenga razón. Éste formidable patán hizo explotar al inconsciente más bajo de sus paisanos con su xenofobia, racismo, machismo, grosero materialismo y otros tantos oscuros instintos. Y para cerrar el círculo es un millonario que, se supone, es un ganador nato y no le debe nada a nadie. Es el reflejo perfecto de lo que muchos de sus compatriotas quisieran ser. Está completamente descalificado para ocupar la presidencia de un país democrático y de sólidas instituciones, y su espeluznante personita sólo imaginable al frente de cualquier república bananera o para ser colega de Bokassa, Idi Amín o alguno de los sátrapas por el estilo que han asolado a las malhadadas naciones del África central. Pero no, es presidente de Estados Unidos, pretendido faro de la democracia mundial y tras cuatro años de desastroso gobierno estuvo a punto de obtener la reelección. Y si no lo consiguió, seamos claros, fue exclusivamente gracias a la crisis del coronavirus, que sí no…

La esencia de Trump, la causa por la que verdaderamente cautiva a tantos millones de gringos, es porque no se avergüenza de exhibir su egoísmo y su falta de empatía ante el sufrimiento de los demás. Ello estimula a sus admiradores pretender que tampoco ellos necesitan de estas cualidades. Todo se vale si es para ganar, aunque sea violar la ley, mentir, estafar o abusar del más débil. El “éxito a como dé lugar”, la apoteosis de la indecencia, la exaltación de la deshonestidad. El mensaje a sus fanáticos es todas estas “fruslerías” son los valores de tontos perdedores e incluso prácticas de la cultura de élite que este caudillo y sus fanáticos tanto odian, como hablar en frases largas y rebuscadas, leer libros o escuchar música clásica.

El gran bribón clama sin presentar prueba alguna que le robaron las elecciones y apelará a la Suprema Corte dando a entender que para eso nombró a tres de sus jueces. Tratará de minar a como dé lugar la legitimidad del gobierno de su sucesor y, de pasada, arrastrar al fango al lesionado sistema democrático. “Después de mí, el diluvio”, es uno de los apotegmas narcisistas, y con él los millones de zafios que lo aclaman. Ese es el Estados Unidos “profundo”, el país real. No tiene nada de democrático ni de compasivo.  

Pedro Arturo Aguirre

Publicado en Etcétera

7 de noviembre 2020

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