Mientras las élites no
acepten que tienen una importante responsabilidad en el ascenso de los líderes
populistas difícilmente se podrá frenar el declive de la democracia liberal. La
formación de las élites, como lo demostraron Pareto y Mosca, es algo inevitable
e incluso indispensable en las sociedades complejas, pero el problema viene
cuando se vuelven endogámicas y no son capaces de renovarse. Ello contribuye a su
falta de conexión con el resto de la sociedad y a incurrir en persistentes
comportamientos erróneos. Por eso la democracia en demasiadas ocasiones (en el
caso mexicano, claramente) se volvió incapaz de funcionar como un mecanismo de
transformación social o de redistribución de oportunidades y se convirtió en
espacio exclusivo para el juego de los sectores poderosos e influyentes. Nuestras
supuestas democracias empezaron a degradarse, se convirtieron en sistemas de baja
estofa carentes de proyectos y audacia restringidos a la tarea de reciclar en
el poder siempre a los mismos elencos.
Entre las causas del resentimiento
antiélite encontramos a las disparidades económicas, desde luego, pero también
a la naturaleza cada vez más cerrada de las élites, cuya pertenencia es determinada
por la procedencia social y las conexiones y no por los méritos. También
concurre la idea -cada vez más arraigada- de que las élites de oponen a la
identidad nacional. Por eso el populismo posee como ingrediente clave al
antielitismo, el cual reivindica el provincialismo, el repudio a todo lo
aristocrático, los recelos ante todo lo cosmopolita y se materializa en la idea
de que los políticos de “están demasiado lejos” y son “demasiado privilegiados”
para entender el alma profunda del pueblo.
Los constantes y cada vez
más ignominiosos escándalos de corrupción, la profundización de la pobreza, las
crisis económicas recurrentes, la creciente separación entre las élites
políticas y los gobernados, la tendencia mundial de mayor concentración de la
riqueza en pocas manos y el permanente incumplimiento de las promesas de
campaña marcan desde finales del siglo pasado el paso de la decadencia de la
democracia liberal. Las elecciones dejaron de ser competencia entre opciones
políticas expresadas en una plataforma electoral. Los armazones ideológicos perdieron
fuerza. Los partidos se transformaron en máquinas constituidas por cuadros de
profesionales muy organizados como estructura, pero cada vez menos
identificados con un puntal filosófico. Paradójicamente se volvieron más
tribales al perder sus peculiaridades ideológicas. Pertenecer importa más que
creer. Esta trivialización los alejó del ámbito ciudadano. La inmensa mayoría
de los electores no desea pertenecer a partido alguno, por tanto, el juego
electoral se convirtió en un deporte de minorías. El resultado fue una
desconexión evidente entre los actores políticos y el los ciudadanos de “a pie”.
El debilitamiento de los partidos dio lugar a una excesiva personalización de
la política y a incrementar la influencia de poderes fácticos, de los intereses
económicos, de los grupos de presión y medios de comunicación. Ante la ineptitud de la política, la
plutocracia y la “mediocracia” le ganaron la batalla a la democracia. Y, para
colmo, todo ello vino aunado a un notable abatimiento en la calidad de los
liderazgos políticos. El filósofo Tony Judt escribió poco antes de morir:
“Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a Lyndon
B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de
talla superior. Con independencia de sus afinidades políticas, Léon Blum y
Winston Churchill, Luigi Einaudi y Willy Brandt, David Lloyd George y Franklin
Roosevelt representaban una clase política profundamente sensible a sus
responsabilidades morales y sociales. Es discutible si fueron las
circunstancias las que produjeron a los políticos o si la cultura de la época
condujo a hombres de este calibre a dedicarse a la política. Políticamente, la
nuestra es una época de pigmeos”. Y este desdoro en la calidad de los
liderazgos democráticos facilitó la aparición de la caterva de caudillos
populistas zafios y semianalfabetos que hoy padecemos
Por otro lado, si bien
los partidos han entrado en crisis y debe demandárseles encontrar fórmulas para
reconectar con la ciudadanía, también es cierto que una sociedad políticamente
madura entiende que la democracia es un sistema de gobierno desilusionante y
que los atajos a los desafíos sociales son quimeras que venden los demagogos. Por
eso a las élites en las democracias liberales les corresponde el desafío
hercúleo de revertir la desilusión con la democracia y las elecciones y al
mismo tiempo hacer entender a los ciudadanos que dicha democracia es, a final
de cuentas, un sistema ingrato, aburrido, siempre nugatorio. Es la tierra de
las negociaciones, de los “toma y daca”, de las limitaciones que impone lo que
Bismarck llamó “mundo de lo posible”. Contra ello compite la cultura de la inmediatez
y de la satisfacción instantánea hoy tan en boga. La demanda de inmediatez
produce exceso de pragmatismo, simplicidad conceptual y la retórica meramente
persuasiva. El espectáculo vende más que las ideas y los razonamientos. Lo
superficial prima sobre lo esencial. ¿Cómo recuperar entonces la viabilidad de
las democracias liberales? ¿Cómo emocionar a los electores sin incurrir en la
demagogia ni en los verdades alternas? Las respuestas son arduas. Demandan un
trabajo profundo de imaginación y autocrítica, pero todo comienza con reconocer
cómo y dónde han fallado los mecanismos de selección y circulación de las élites
y en efectuar una lectura apropiada del tiempo en que vivimos.
Pedro Arturo Aguirre
Etcétera 21/XI/20
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