martes, 22 de diciembre de 2020

El ocaso de las élites

 



Mientras las élites no acepten que tienen una importante responsabilidad en el ascenso de los líderes populistas difícilmente se podrá frenar el declive de la democracia liberal. La formación de las élites, como lo demostraron Pareto y Mosca, es algo inevitable e incluso indispensable en las sociedades complejas, pero el problema viene cuando se vuelven endogámicas y no son capaces de renovarse. Ello contribuye a su falta de conexión con el resto de la sociedad y a incurrir en persistentes comportamientos erróneos. Por eso la democracia en demasiadas ocasiones (en el caso mexicano, claramente) se volvió incapaz de funcionar como un mecanismo de transformación social o de redistribución de oportunidades y se convirtió en espacio exclusivo para el juego de los sectores poderosos e influyentes. Nuestras supuestas democracias empezaron a degradarse, se convirtieron en sistemas de baja estofa carentes de proyectos y audacia restringidos a la tarea de reciclar en el poder siempre a los  mismos elencos.

Entre las causas del resentimiento antiélite encontramos a las disparidades económicas, desde luego, pero también a la naturaleza cada vez más cerrada de las élites, cuya pertenencia es determinada por la procedencia social y las conexiones y no por los méritos. También concurre la idea -cada vez más arraigada- de que las élites de oponen a la identidad nacional. Por eso el populismo posee como ingrediente clave al antielitismo, el cual reivindica el provincialismo, el repudio a todo lo aristocrático, los recelos ante todo lo cosmopolita y se materializa en la idea de que los políticos de “están demasiado lejos” y son “demasiado privilegiados” para entender el alma profunda del pueblo.

Los constantes y cada vez más ignominiosos escándalos de corrupción, la profundización de la pobreza, las crisis económicas recurrentes, la creciente separación entre las élites políticas y los gobernados, la tendencia mundial de mayor concentración de la riqueza en pocas manos y el permanente incumplimiento de las promesas de campaña marcan desde finales del siglo pasado el paso de la decadencia de la democracia liberal. Las elecciones dejaron de ser competencia entre opciones políticas expresadas en una plataforma electoral. Los armazones ideológicos perdieron fuerza. Los partidos se transformaron en máquinas constituidas por cuadros de profesionales muy organizados como estructura, pero cada vez menos identificados con un puntal filosófico. Paradójicamente se volvieron más tribales al perder sus peculiaridades ideológicas. Pertenecer importa más que creer. Esta trivialización los alejó del ámbito ciudadano. La inmensa mayoría de los electores no desea pertenecer a partido alguno, por tanto, el juego electoral se convirtió en un deporte de minorías. El resultado fue una desconexión evidente entre los actores políticos y el los ciudadanos de “a pie”. El debilitamiento de los partidos dio lugar a una excesiva personalización de la política y a incrementar la influencia de poderes fácticos, de los intereses económicos, de los grupos de presión y medios de comunicación.  Ante la ineptitud de la política, la plutocracia y la “mediocracia” le ganaron la batalla a la democracia. Y, para colmo, todo ello vino aunado a un notable abatimiento en la calidad de los liderazgos políticos. El filósofo Tony Judt escribió poco antes de morir: “Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a Lyndon B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de talla superior. Con independencia de sus afinidades políticas, Léon Blum y Winston Churchill, Luigi Einaudi y Willy Brandt, David Lloyd George y Franklin Roosevelt representaban una clase política profundamente sensible a sus responsabilidades morales y sociales. Es discutible si fueron las circunstancias las que produjeron a los políticos o si la cultura de la época condujo a hombres de este calibre a dedicarse a la política. Políticamente, la nuestra es una época de pigmeos”. Y este desdoro en la calidad de los liderazgos democráticos facilitó la aparición de la caterva de caudillos populistas zafios y semianalfabetos que hoy padecemos

Por otro lado, si bien los partidos han entrado en crisis y debe demandárseles encontrar fórmulas para reconectar con la ciudadanía, también es cierto que una sociedad políticamente madura entiende que la democracia es un sistema de gobierno desilusionante y que los atajos a los desafíos sociales son quimeras que venden los demagogos. Por eso a las élites en las democracias liberales les corresponde el desafío hercúleo de revertir la desilusión con la democracia y las elecciones y al mismo tiempo hacer entender a los ciudadanos que dicha democracia es, a final de cuentas, un sistema ingrato, aburrido, siempre nugatorio. Es la tierra de las negociaciones, de los “toma y daca”, de las limitaciones que impone lo que Bismarck llamó “mundo de lo posible”. Contra ello compite la cultura de la inmediatez y de la satisfacción instantánea hoy tan en boga. La demanda de inmediatez produce exceso de pragmatismo, simplicidad conceptual y la retórica meramente persuasiva. El espectáculo vende más que las ideas y los razonamientos. Lo superficial prima sobre lo esencial. ¿Cómo recuperar entonces la viabilidad de las democracias liberales? ¿Cómo emocionar a los electores sin incurrir en la demagogia ni en los verdades alternas? Las respuestas son arduas. Demandan un trabajo profundo de imaginación y autocrítica, pero todo comienza con reconocer cómo y dónde han fallado los mecanismos de selección y circulación de las élites y en efectuar una lectura apropiada del tiempo en que vivimos.

Pedro Arturo Aguirre

Etcétera 21/XI/20

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