La risa es el peor veneno
para los dictadores. La mejor forma de evaluar cuan autoritario es un gobierno es
calibrando su nivel de tolerancia ante quienes se ríen de él. La democracia
permite la sátira del poder, pero los déspotas carecen de sentido del humor. La
risa les es letal porque socava su autoridad, los evidencia como los seres
humanos fallidos y mediocres que -en realidad- son, mina su legitimidad
“histórica” y borra su supuesta “aurea mítica”. Los desnuda, y desnudos no son
nada. Por
eso el rostro cetrino y la actitud solemne son características naturales del
dictador. Ante el humor reaccionan de forma violenta. Burlarse de tiranos como
Hitler, Mao, Mussolini o Stalin podría
costarle la vida al chistoso. Los casos de las dictaduras del llamado “socialismo
real” de Europa del Este, en la Cuba castrista o en las dictaduras del Cono Sur
están llenos de ejemplos donde el sátrapa persiguió con saña a quienes osaban
reírse de él. Basta con mirar fotos de Pinochet, Franco, Somoza o Trujillo para
leerles en el rostro un inmarcesible rencor, vivero de sus odios a gran escala.
En este tiempo de
caudillos populistas sobran ejemplos de tiranos sin humor. A Vladimir Putin los
medios de comunicación no lo tocan ni con el pétalo de una broma. Cuando el
dictador ruso asumió el poder, una de sus primeras víctimas fue el muy popular programa
satírico de televisión Kukly (Marionetas), sí, el típico de muñequitos donde se
burlan de los políticos y celebridades. Se le ocurrió parodiar a Putin sin
misericordia y ¡zas! a las pocas semanas desapareció del aire. Claro, en la
tele rusa hay aún programas de chistes políticos, pero siempre esterilizados y evaden
criticar a Putin o a su círculo interno. Más bien se dedican a burlarse de
enemigos del Kremlin, tanto los internos como los del exterior. Por ejemplo, en
un sketch sobre la cumbre del G20 de 2019, Putin aparece como un poderoso
judoka que humilla sus contrapartes occidentales.
En China las autoridades
son tan quisquillosas con esto de las burlas al presidente que han prohibido se
reproduzca la imagen de Winnie Pooh por cualquier medio impreso o digital, ello
porque no falta en las redes sociales quienes se avientan la puntada de
comparar al osito dulce y regordete con el nada dulce pero, eso sí, regordete
dictador Xi Jinping. Los censores chinos no toleran que se ridiculice al líder
del país porque él no hace cosas tontas o risueñas, ni comete errores. Está por
encima de la población y no se lo puede cuestionar.
Hace pocos días, las relaciones
diplomáticas entre Turquía y Francia se tensaron considerablemente a causa de
una portada satírica aparecida en la revista Charlie Hebdo. Se trata de una
caricatura del sátrapa turco en camiseta, calzoncillos y cara de lujuria que le
sube la falda a una mujer mientras ella exclama “¡Ohhh, el profeta!”. “Esa revista
no respeta ninguna fe ni nada sagrado…El objetivo no es mi persona, sino
nuestros valores” declaró, muy enojado, Erdogan. En Turquía impera desde hace
años una feroz censura de prensa. Solo ha florecido en los últimos años una
publicación, Misvak, la cual usa su “humor” a favor del gobierno y para
ridiculizar a opositores internos y gobernantes extranjeros. A Macron lo
caracterizó hace unos días en una caricatura como un cerdo alimentándose de
excrementos marcados con la palabra “Racismo” y expulsando un ejemplar de
Charlie Hebdo a modo de ventosidad.
Donald Trump es otro
intolerante con las bromas hacia su amable persona. Las imitaciones de Alec
Baldwin en Saturday Night Live lo irritan sobremanera. El presidente despacha
una catarata de tuits agresivos cada vez que se burlan de él en alguno de los
shows nocturnos de la TV. Su atrabiliaria conducta rompe con lo que, hasta
ahora, había sido una especie de regla no escrita para los presidentes de
Estados Unidos: nunca mostrar que un chiste enoja. Ah, eso sí, Trump es otro
(sí, otro) llorica. Afirma ser “el presidente más zaherido por los humoristas
en la historia”. Pero lo cierto es que desde siempre todos los mandatarios han sido
objeto de sarcasmos, incluidas las imitaciones (algunas de ellas geniales) de
Saturday Night Live.
Eso sí, algunos de los
dictadorzuelos pretenden tener un cierto sentido del humor, pero nunca
referidos a su persona. No saben reírse de si mismos. Su humor es para insultar
a los demás de maneras más bien soeces. Fidel Castro o Hugo Chávez podían
llegar a divertirse e incluso a ser encantadores en determinados círculos.
También contaban chistes, siempre y cuando fueran ellos quienes decidieran qué
o quienes serían los objetos de burla. Jamás ellos, desde luego.
Por supuesto, nuestro
Peje se incluye en la lista de dictadorzuelos sin sentido del humor o, si acaso,
entra en la lista de quienes hacen chistes contra adversarios con escasa sutileza
y nulo sentido de la ironía. Compruébese esto solo con escuchar los burdos
insultos y agresiones que constantemente espeta AMLO en sus patéticas mañaneras.
¡Ah!, pero eso sí, olvídense de burlarse del nuevo Tlatoani, porque si no viene
el linchamiento mediático por parte de bots y fanáticos, como le sucedió al
genial Brozo. La colérica campaña en contra del payaso tenebroso por haber dudado
del carácter divino del Sagrado Guía de La Cuarta Transformación y llamarlo
“pinche presidente” es un rasgo fehaciente del carácter autoritario e
intolerante de quien nos gobierna.
La risa es nuestra mejor
defensa contra las dictaduras, pero no porque la sea lucha no violenta quiere
decir que sea fácil. Por el contrario, el humor requiere un flujo constante de
creatividad para ser efectivo. Y a Brozo la creatividad le sobra. ¡Hay que
defenderlo!
Pedro Arturo Aguirre
Etcétera 19/XII/20
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