Después de cuatro horribles y
desconcertantes años, con la victoria de Joe Biden millones de habitantes de
este planeta queremos creer que estamos a punto de iniciar un nuevo comienzo. La
democracia estadounidense se sometió a una dura prueba y aunque, en general,
salió avante lo cierto es que quedan preocupaciones profundas sobre su
viabilidad en el largo plazo. En cuanto al efecto de la derrota de Trump en la
moda populista, seríamos muy ingenuos si nos pusiéramos a cantar victoria. El
giro autocrático de la política actual Trump surgió de profundas fracturas sociales.
Si queremos revertir tan infame tendencia urge identificar y abordar las causas.
Las raíces del trumpismo no comienzan ni terminan con Trump.
El auge del populismo nos
convoca a reevaluar la viabilidad del modelo socialdemócrata, hoy electoralmente
a la deriva. La importancia de la socialdemocracia como una de las grandes
tendencias del pensamiento político universal es incuestionable. Mucho
contribuyó el siglo pasado en la lucha por el bienestar de la humanidad al
constituirse en una alternativa progresista empeñada en conciliar el respeto
irrestricto a las libertades individuales y los derechos humanos con la
justicia social y el equilibrio económico. Sin embargo, atraviesa en la
actualidad por una ingente crisis. En lo que llevamos del siglo XXI se ha
producido un creciente declive en las urnas de las alternativas socialdemócratas
y aunque aún no es un desastre total, si se trata de una pronunciada pendiente.
La socialdemocracia
terminó el siglo XX con pronósticos muy optimistas, pero ahora su proyecto ha
perdido rumbo y no existen indicios sólidos de que sea capaz de enfrentar con
lucidez los retos de los años por venir. La característica más grave de esta
crisis es su casi completa “pérdida de identidad” como una opción política
plausible, lo que ha llevado a algunos de los nuevos dirigentes de los partidos
socialdemócratas del mundo a procurar un “regreso a los orígenes” y reinstaurar
los programas, discursos e identidades que caracterizaron a la socialdemocracia
durante los años setenta e incluso antes. Pero no han tenido éxito. Incluso
buena parte del electorado socialdemócrata tradicional ha desertado para
favorecer a opciones populistas de extrema derecha, como quedó claro en el voto
del Brexit de 2016, las elecciones francesas y neerlandesas de 2017 e incluso
en las presidenciales norteamericanas de 2016. En todos estos casos regiones
industriales que tradicionalmente simpatizaban con la centroizquierda, pero que
han sido particularmente castigadas por la globalización, optaron por cambiar
su voto en favor del populismo de derecha. Y en América Latina estos sectores
se han dejado seducir por los cantos de sirena de demagogos pretendidamente “de
izquierda”.
El reto de la
socialdemocracia actual es hoy el misma de siempre: asegurar que una proporción
más alta y pertinente del crecimiento económico beneficie a la mayor parte
posible de la gente y no sólo como una cuestión de justicia distributiva, sino
también como la mejor esperanza de evitar el deslizamiento de la democracia
liberal a la democracia “iliberal” y de ésta a una autocracia absoluta que
barra con las garantías ciudadanas y los derechos humanos. El drama reside,
lamentablemente, en que la visión, enfoque y proyecto de los socialdemócratas
parece carecer hoy con un esquema sólido con el cual afrontar los retos de la
presente centuria. El keynesianismo estatista (inversión pública exorbitante,
déficits presupuestales, ampliación del Estado bienestar, etc.) que enarbolan tanto
algunos socialdemócratas añorantes de viejo cuño como algunos populistas ha demostrado,
en reiteradas ocasiones, su inviabilidad. No basta con señalar a los “excesos
del neoliberalismo” como explicación de los problemas sociales y económicos del
sistema capitalista. El viejo estatismo podrá, eventualmente, ganar algunas
elecciones, pero terminará en el desastre, tal como lo atestigua la hecatombe
venezolana o los fracasos de los gobiernos populistas. Se ha hecho evidente que
crecimiento sostenido del Estado del bienestar es insostenible debido a las
tensiones y paradigmas propios de la globalización y a las ingentes
limitaciones de recursos económicos para garantizar más y mejores políticas
sociales. El incremento progresivo del peso del Estado en la economía se ha
convertido más en un pasivo que en un activo para el libre desarrollo de un
modelo económico competitivo.
Asimismo, concurre a la
crisis socialdemócrata en esta época de grandes cambios tecnológicos el gran
auge de las redes sociales y la progresiva simplificación de todo mensaje
político, lo cual redunda a favor de la banalización de la política y de la
consiguiente manipulación burda de amplísimos sectores de la opinión pública.
Los populistas –de izquierda y de derecha– encuentran en este escenario una eficaz
vía de penetración,
El regreso al estatismo y
recurrir a la simplificación del discurso no es el camino por el que pueda
transitar la socialdemocracia del siglo XXI. Con este equipaje, el viaje es
menos que imposible. Solo a través de análisis precisos y soluciones
actualizadas y audaces que estén a la altura del compromiso exigido por los
nuevos tiempos es posible imaginar una democracia con vocación social y
progresista. Urge la construcción de nuevas opciones ciudadanas, alejadas de
los esquemas corporativos de la socialdemocracia tradicional, pero que manejen
un discurso progresista en lo social y de irrestricta defensa de los valores de
la democracia liberal, y que además sean capaces de emocionar al electorado y ponerse
a tono con las formas y elementos de hacer política del siglo XXI. En México no
basta con oponerse sin ton ni son al populismo. La oposición socialdemócrata
debe construir, no solo criticar, articularse como una organización
democrática, ciudadana, flexible, con postulados políticos orientados hacia el
liberalismo progresista y la socialdemocracia moderna, pero sin incurrir en
sectarismos o dogmatismos ideológicos, lo que significa edificar una alternativa
con identitarios programáticos claros y una organización le permita cumplir con
sus objetivos de forma eficaz.
Una genuina opción
socialdemócrata deplora la trivialización de la política a la que ha dado lugar
la excesiva influencia de los medios en las campañas y denunciar la extrema
personalización de la política provocada por la antidemocrática proliferación
de "caudillos" que se apropian del liderazgo político en las
sociedades actuales. En suma, se trata de resucitar en la política mundial una
forma de “socialdemocracia renovada” capaz de sostener aquella altura
intelectual de los partidos que no asumen un “credo de cruzada”, sino una
actitud profundamente crítica del entorno real, y, como lo propuso ya en los
años cincuenta el teórico Anthony Crosland “con una filosofía escéptica pero no
cínica; independiente, pero no neutral; racional, pero no dogmáticamente
racionalista”.
Pedro Arturo Aguirre
Etcétera 28/XI/20
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