¡La democracia gringa agoniza! Suena hiperbólico, pero un análisis a fondo del estado de las instituciones y, sobre todo, de la cultura política del país vecino invitan a llegar a esta conclusión. Si Trump gana las elecciones, o las pierde y lanza al país a una lucha amarga y prolongada al no reconocer los resultados, Estados Unidos descenderá al nivel de “república bananera” o al menos a la categoría denominada elegantemente por el politólogo Steven Levitsky de “autoritarismo competitivo”, es decir, un régimen híbrido donde las instituciones existen y se celebran periódicamente procesos electorales, pero una vez electos los gobiernos violan las reglas del juego democrático con demasiada frecuencia. Algo muy parecido a aquel contexto de “democracias iliberales” descrito por Fareed Zakaria, pero visto desde las condiciones reales de competencia a través de las cuales la oposición puede desafiar y eventualmente vencer a los gobernantes autocráticos, aunque frente a condiciones muy adversas.
En Estados Unidos la democracia vive una crisis existencial en buena medida porque el Partido Republicano se ha esforzado los últimos años en minarla. Ha legislado en múltiples ocasiones para limitar el derecho de voto de las minorías, ha incrementado el papel del dinero en la política, representa casi en exclusiva al sector banco de la población, ataca el laicismo, ha atentado contra la integridad del Departamento de Justicia, fomenta la práctica de “gerrymandering” (diseño geográfico arbitrario de los distritos electorales) y su apresuramiento en nombrar a una jueza conservadora para ocupar el escaño vacante en la Suprema Corte de Justicia habla muy claro de cómo ha extraviado su respeto por la voluntad de las mayorías. En 2016, los republicanos se negaron rotundamente a considerar a Merrick Garland, el candidato a la Corte Suprema nominado por el presidente Barack Obama, con el argumento de que estaban muy próximas las elecciones presidenciales de dicho año y lo “éticamente procedente” era esperar el resultado para conocer la voluntad ciudadana. ¡Hipócritas!
Los republicanos mantienen una “lealtad ciega” a su caudillo Donald, líder de extravagantes pulsiones autoritarias, al grado que en la pasada Convención Republicana el partido ni siquiera fingió interés en resolver los problemas reales de la gente al abstenerse de redactar y aprobar una plataforma electoral para las elecciones de este año. Abrogaron una traición centenaria para sumarse de forma acrítica al “pensamiento del presidente Trump”, tal y como sucedería, digamos, en China o Corea del Norte. Por eso es tan importante una victoria demócrata en estos momentos críticos, y lo más más contundente e inapelable posible, tanto para recuperar la presidencia como para obtener la mayoría en ambas cámaras del Congreso. Solo así habría la esperanza de frenar la deriva autoritaria o , al menos, regresar a Estados Unidos al sistema prevaleciente hasta la presidencia de Obama, asaz imperfecto, pero funcional. Si el resultado es reñido, con una ventaja mínima de Biden en el Colegio Electoral, entonces comenzará un alud de disputas y la confianza en la democracia decaerá aún más. La violencia acecha. En Michigan terroristas de ultraderecha conspiraron para secuestrar a la gobernadora. Eso fue ominosa advertencia. Y si Trump gana las cosas van a empeorar. Los populistas autoritarios dedican sus primeros años de gobierno a hacer pruebas y experimentos, a constatar cuáles trucos funcionan y cuáles no. Es tras sus reelecciones cuando se sueltan el chongo y terminan la labor de destrucción del sistema democrático.
Estados Unidos es famoso por la inmutabilidad de su constitución, apenas 27 enmiendas en dos siglos y medio de vigencia, pero ha llegado la hora de una renovación a fondo si se quiere salvar al sistema democrático. Urge a la gran potencia un sistema electoral central, independiente y eficaz de alcance nacional. Debe eliminarse el obsoleto Colegio Electoral e implantarse la elección presidencial directa, prohibirse las manipulaciones que restringen el derecho de voto a las minorías, eliminarse las distribuciones demográficas tendenciosas en el diseño de los distritos electorales e imponer más y mejores regulaciones al financiamiento de las campañas. Otras ideas pueden ser imponer un límite de quince años a la duración de los jueces de la Suprema Corte de Justicia (hoy vitalicios) y otorgarle el estatus de estado a Puerto Rico y el Distrito de Columbia. Todo esto parecería utópico, pero así como se han hecho presentes en Estados Unidos propensiones autoritarias también han surgido movilizaciones e inclinaciones democráticas. Cada vez hay más mujeres que se postulan para cargos públicos y organizaciones como Black Lives Matter y otras tantas más han sido capaces de sacar a miles de personas a las calles para exigir cambios. Un dato no menos es que la elección experimenta una participación electoral en lo concerniente al voto adelantado y por correo sin parangón en la vida política estadounidense. El número total de electores efectivos podría llegar a 150 millones. Algunos analistas calculan que se podría dar un índice de participación más alto desde 1908. La distinguida politóloga Pipa Norris es optimista y habla de la relección de este año como una oportunidad para repensar la crisis de la democracia liberal en Estados Unidos y explorar las posibilidades de aplicar reformas de fondo.
Y volviendo a los “autoritarismos competitivos”, Levitsky las describe como casos donde las elecciones son competitivas y a menudo pueden llegar a ser muy reñidas, pero existe un uso abusivo de los recursos del Estado en beneficio del partido en el poder. En el caso del Poder Legislativo, habla de un implacable control de las bancadas de legisladores oficialistas, pero sin que se elimine de tajo a la oposición, y en lo judicial de la subordinación de los jueces por medio de procedimientos a veces sutiles y a veces crasos mediante el uso de amenazas y presiones explícitas, aunque estos actos pueden acarrear costos significativos en términos de legitimidad nacional e internacional. Sobre la prensa, el gobierno intenta consolidar medios oficiales mientras procura reprimir o limitar a la prensa independiente valiéndose de mecanismos como el reparto selectivo de la publicidad del Estado, la manipulación organismos de control gubernamental o la aplicación arbitraria de regulaciones a los servicios audiovisuales. Esta coexistencia precaria de leyes de instituciones democráticas con el ejercicio autocrático del poder es fuente de permanente inestabilidad y de constante confrontación entre la oposición y el autoritarismo progresivo del gobierno, lo cual desemboca irremediablemente en un dilema para los aspirantes a autócratas, ya que tolerarlo por mucho tiempo representa un desgaste mayor y reprimirlo lleva al régimen a una grave crisis de legitimidad.
Todas estas características son muy buen material para la reflexión en el México de López Obrador