Con su demencial
presidencia Donald Trump está escribiendo algunos de los más primorosos episodios
de la historia mundial de la megalomanía, y si un momento podría resumir tanta
vesania este sería, sin duda, el gesto del presidente al quitarse el tapabocas,
meterlo en el bolsillo del saco y dar un doble pulgar hacia arriba como para
decirle al mundo desde un balcón de la Casa Blanca que había derrotado al
coronavirus. Todo esto cuando Estados Unidos registra más de 210 mil muertes a
causa de la pandemia. Fue un arrebato típicamente mussoliniano. El Duce es uno
de los modelos de Trump, y no solo de él, sino de autócratas a lo largo del
planeta como Chávez, Putin, Kim Jong Un,
etc., obsesionados, todos ellos, en demostrar constantemente su supuesta hombría.
Mussolini siempre se preocupó en proyectar la agresiva imagen de macho con sus poses
teatrales, la mandíbula emproada, el pecho saliente, la mirada retadora, el
varonil torso descubierto y las manos siempre ocupadas con un arma, un azadón o
un martillo. Pretendía ser el prototipo
que todo buen italiano debería imitar. Y así sucede siempre con los “hombres
fuertes” de países con sociedades débiles e instituciones laceradas.
Trump considera su diagnóstico sanitario como un desafío, aunque no “del
destino”, ya que este señor es poco
esotérico. La suya es una hombría vulgar, como del tipo del luchador Hulk
Hogan. No en balde Trump estuvo ligado a la lucha libre mediante su asociación
con la World Wrestling Entertainment. Frente al Covid el presidente pretende
probar su virilidad a través del riesgo, especialmente cuando se trata de
evitar la máscara facial, un objeto que considera digno de personas débiles.
Por eso se burló de Joe Biden durante el debate presidencial: “cada vez que lo
ves tiene una…puede estar hablando, a 60 metros de distancia y lleva la
mascarilla más grande que jamás hayas visto”. Dijo de su contrincante mientras
lo señalaba con el índice. Para los machos el cubrebocas es una forma de “rendición”
ante el virus. Circula por las redes sociales un video animado de Trump dándole
una paliza al coronavirus en un ring de lucha libre. ¡Qué fuerte que es!, exclama
una dama del público. El mensaje no puede ser más devastador e irresponsable:
solo los débiles usan cubrebocas.
Nada de esta ridícula parafernalia
es casual. A pocas semanas de la elección, el presidente siente como muy
probable su derrota y nada hay peor en el
“universo Trump” que un loser. Este narciso prefiere la muerte a
ser derrotado por un “señorito pusilánime” como Biden. Por eso también la
amenaza de desencadenar una crisis constitucional con su eventual desafío a los
resultados de la elección, si es que pierde. No puede permitirse malograr su
imagen de super hombre ante sus admiradores y partidarios, sus entrañables deplorables.
La pantomima en el balcón de la Casa Blanca, como sus cada vez más irrisorios
tuits, los esperpénticos videos y aquella bufa aparición pública afuera del
hospital donde estaba internado para saludar a sus partidarios desde una
camioneta blindada recuerdan acrobacias poco convincentes de dictadores que han
estado enfermos de gravedad y quisieron, a como diera lugar, demostrar fortaleza.
A la memoria asiste aquella vez que Hugo Chávez citó a periodistas en un campo
de béisbol para sorprenderlos con sus poderosas picheadas. Antes de seis meses
el comandante estaba muerto.
Ocultar información sobre la salud del presidente para proteger su
control del poder es común en los regímenes autoritarios, aunque no han estado del
todo exentas algunas democracias. Vladimir Putin, Xi Jinping, Hugo Chávez, Kim
Jong Un son casos recientes de tiranuelos que han desaparecido de la vista
pública durante semanas mientras los rumores sobre su salud se arremolinaban, y
tras volver a la vista pública poca o ninguna explicación se ofreció. Especial
es el caso de Putin, cuya imagen pública se apoya fuertemente en su dureza y
virilidad. Cualquier signo de debilidad física tiene que ser anulado. Algo más
grave sucedió con el presidente de Burundi, Pierre Nkurunziza, quien fue uno de
esos presidentes irresponsables críticos de los cubrebocas. Eran innecesarios,
argumentaba, porque “Dios purifica el aire del país”. Murió, súbitamente, en junio
“de un ataque al corazón" según la versión oficial, aunque abundan los
indicios de que fue por coronavirus.
En contraste, gobernantes de naciones democráticas tienen menos empacho
en sincerarse sobre su estado de salud. Angela Merkel se puso inmediatamente en
cuarentena al enterarse que estuvo en contacto con un médico que dio positivo
en coronavirus y el ex primer ministro japonés Shinzo Abe siempre fue muy
transparente con sus dolencias de
colitis ulcerosa, las cuales, finalmente, lo obligaron a renunciar a su
cargo. Pero no siempre es así, algunos líderes de democracias evitan ser
transparentes sobre sus enfermedades. El caso más celebre, ya muy viejo, fue el
de Woodrow Wilson, quien sufrió un
derrame cerebral en 1919. La Casa Blanca ocultó la gravedad de su condición
hasta el final del mandato presidencial.
¿Y nuestro Peje? Mucho se ha rumoreado sobre la mala salud del
presidente mexicano. Se citan problemas del corazón, padecimientos de la columna e hipertensión
entre otros probables. En un régimen tan poco proclive a la transparencia como
lo es la 4T cabe esperar secretismo exagerado respecto al tema. Será una discreción
reflejo de las practicas del presidencialismo omnímodo mexicano, el cual AMLO
tanto se empeña en revivir. Recuérdese la veneración que se le tenía a la hierática
figura presidencial en los tiempos de la hegemonía priísta. Pero en el caso particular
de nuestro mesiánico jefe de Estado influyen, además, razones “místicas” para
ocultar las azarosas circunstancias de su salud. Un elegido de la providencia debe
estar siempre por encima del uso de ridículos tapabocas y de otras prácticas dignas
de mortales. En todo caso, para eso están las estampitas de la virgen.
Pedro Arturo Aguirre
publicado en Etcétera
16 de octubre de 2020
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