La demagogia es irremediable. Gozará de salud perpetua porque
nos evita la molestia de pensar, refuerza prejuicios, excita vísceras, explota sentimientos y aprovecha resentimientos.
Nos hace creer en nuestra “superioridad moral”. Descubre quienes son los buenos
(nosotros) y quienes los malos (siempre
unos “ellos”). Como instrumento político es increíblemente eficaz. Por más de
dos mil años los demagogos han tenido éxito en sus afanes de conquistar el
poder porque prometer progreso a base de atajos y voluntarismo, ofrecer estabilidad
y orden sin asumir responsabilidades y señalar culpables son cosas reconfortantes,
especialmente cuando las sociedades se sienten vulnerables.
La demagogia le es consustancial a la democracia, de esto
estaba convencido Max Weber, para quien “democratización y demagogia van de la
mano”. Apelar a sus encantos es la mejor forma de ganar elecciones. De alguna
manera en todos nosotros habita un demagogo en potencia. Incluso en nuestra
oposición a la demagogia corremos el peligro de caer fácilmente en los patrones
retóricos y epistemológicos considerados como “demagógicos” al establecer una
lógica de “nosotros, los razonables” contra "ellos, los estúpidos", o
en ceder ante las tropologías apocalípticas y las argumentaciones unidimensionales.
Y como sucede en los oscuros tiempos que corren (para decirlo, quizá,
demagógicamente), la cultura de la demagogia es ascendente, cualquier persona
involucrada en el discurso político puede (y, sin duda, lo hará) utilizar la
retórica demagógica. Por eso, lo único que podemos hacer es aprender
a convivir con la demagogia, saber dimensionarla, defendernos de ella y
entender que puede presentarse en distintos grados y formas, unas más perversas y negativas que otras.
No toda demagogia es igualmente
dañina o detestable, incluso hay eruditos sobre el tema que sugieren demagogias
dueñas de potenciales connotaciones positivas. Pero es esencial saber identificar,
controlar y tratar de purgar a los demagogos. También es imprescindible aprender
y reaprender continuamente a participar en polémicas públicas lo menos
demagógicas y falaces posibles, y al mismo tiempo valorar la deliberación
democrática en decisiones sobre políticas públicas. Se trata de ser muy
proactivos en la labor de reducir la eficacia retórica de la demagogia.
La mejor forma de defendernos de la demagogia, incluso de
nuestra propia demagogia, es mediante el fortalecimiento de las instituciones
democráticas. Por eso la demagogia más perjudicial es la que atenta contra
ellas. Aquí aparece la característica fundamental del populismo: el uso
de la democracia contra de la propia democracia, la exaltación de la llamada
(por Aristóteles) “democracia radical” dedicada a socavar las funciones de las
instituciones democráticas. Ryan Skinnell argumenta que la retórica anti institucional
es la mejor forma de fomentar una cultura de la demagogia donde la democracia y
la deliberación pública se consideren corruptas y decadentes y hace que el
autoritarismo parezca “sobrio y curativo”.
La demagogia hoy en boga es
precisamente la del tipo más pernicioso, es decir, la que desmantela a las
instituciones democráticas. Los demagogos actuales son de la peor ralea
concebible. Es una “familia de tiranos” (parafraseando a Voltaire)
particularmente detestable por pedestre y precaria en recursos retóricos e
imaginación. Donald Trump utiliza en sus tuits y discursos el lenguaje y la
gramática correspondientes a la forma habitual de expresarse de niños de once
años o menos. Se trata del presidente cuya forma de comunicarse es la más
elemental en toda la historia de Estados Unidos, prototipo de una de las
características fundamentales del demagogo de nuestros días: la
“infantilización” del lenguaje político. Casi todos los autócratas de hoy y
aspirantes a serlo apelan a este recurso, a veces como estrategia de un
político hábil, pero las más de las ocasiones como resultado lógico de la pobre
formación intelectual del líder. Putin es famoso por sus chistes y expresiones
soeces. Salvini se maneja sus redes sociales con el espíritu y el idioma de un
adolescente malcriado. Duterte es un monumento a la vulgaridad. Kaczynski hila
con mucha dificultad más de dos ideas y Maduro, Evo, Erdogan y Orban (entre
otros) compiten fuerte en el campeonato por saber cuál es el caudillo más zafio. Y nuestro Peje, ¡ay! Basta asomarse a un par
de sus insufribles mañaneras para darse cuenta de las ingentes limitaciones del
personaje. ¡Pero qué ausencia de estatura política! ¡Qué carencia de visión de
Estado! ¡Cuán mediocre es el sujeto! ¡Fuchi! ¡Caca!
La utilización de un lenguaje
político elemental ayuda al buen demagogo a marcar distancia con las odiadas
élites, aficionadas a los razonamientos rebuscados, y los acerca al “hombre
común”, al sagrado “Pueblo”. Aristóteles define al demagogo como un “adulador
del pueblo” y Platón reduce el arte de la demagogia a la capacidad de adivinar
los gustos y los deseos de las masas solo para poder replicarlas en la
retórica: “decirle al pueblo exclusivamente lo que el pueblo quiere escuchar”. Cuando
los clásicos hacen referencia al “pueblo” (demos), no aluden al cuerpo cívico
en su totalidad, sino a los estratos más humildes obligados a desempeñar trabajos manuales para
sobrevivir y, por ende, “no tienen la posibilidad de cultivar la mente y
resultan particularmente vulnerables a las falacias de los demagogos, quienes
saben descender a su nivel, simplificar el mensaje, adaptar el lenguaje a su
gusto”. Así se proyectan como líderes auténticos y sinceros. Por eso recurren a
insultos y descalificaciones pueriles, exhiben y promueven un desusado interés
por asuntos irrelevantes e incluso llegan a sentirse orgullosos de sus
incoherencias y “gaffes”. De esta forma imponen sus cutres conceptos y valores en
el debate. Simplificaciones, vulgaridades, desahogos. En el interés de mantener
a los ciudadanos “eternos niños”, utilizan el lenguaje de la calle para,
pretendidamente, “acercar el poder al pueblo”, pero en realidad promueven la
renuncia al raciocinio y a la capacidad crítica. Le dan la razón a Paul Valéry,
quien definió a la política como “el arte de mantener a la gente apartada de
los asuntos que verdaderamente le conciernen”.
Pedro Arturo Aguirre
publicado en Etcétera
17 de octubre 2020
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