Hace muchos años, derrumbado el muro de Berlín, triunfante la democracia, creíamos -ingenuos- que los cultos a la personalidad serían, por siempre, suprimidos. ¡Cuán craso fue nuestro error! Es el siglo XXI y a lo largo de todo el orbe la aberración de deificar caudillos y tiranuelos ha vuelto para gloria efímera de una chocante e imprevista nueva generación de dictadores. Admitamos que la gente necesita entregarse a lo irracional. Arraigan los cultos a la personalidad por la férrea voluntad del pueblo de creer, a ultranza, en las cualidades extraordinarias de un “Salvador”. De maneras sigilosas, pero inquebrantables, esta devoción pasa de ser un sentimiento espontáneo a un esperpéntico método legitimador de totalitarismos.
¿Cuáles son las cualidades indispensables para cuajar una adoración al
caudillo intensa y duradera? El carisma, la elocuencia, la “inteligencia estratégica”
dirían quienes saben. Pero ello no es necesariamente cierto. Influye más saber vincularse
con las ansias místicas del pueblo, con sus fervores mágico-religiosos, sus
ritos, devociones y prejuicios. Líderes con delirios mesiánicos como Perón,
Evo, Correa, Chávez y, por supuesto, nuestro inefable Peje tienen éxito gracias
a estar dotados de ese atributo prodigioso. En América Latina, crédula región, populismos
pretendidamente “de izquierda” abusan sin escrúpulo alguno de la vocación religiosa
de sus países. Maduro se refiere a Chávez con cosas como “fue un Cristo, hizo
milagros en vida y con él la cruz recobró su símbolo antiimperialista”. El
culto post mortem al comandante supone prácticas de santería a veces combinadas
con celebraciones eucarísticas. Un fenómeno de santificación comparable al del
gran ídolo de la mística populista latinoamericana: Eva Perón, “Santa Evita”, la
“abanderada de los humildes”, “jefa espiritual de la Nación argentina”.
Nuestros caudillos saben construir una especie de “nexo místico” con el pueblo y
para ello ni siquiera es necesario contar con una personalidad arrolladora, tener
una elocuencia extraordinaria y menos poseer “inteligencia estratégica”, y de
ello es buena prueba nuestro Peje. Basta ser un demagogo lo suficientemente
hábil y sensible capaz de entender y manipular las enraizadas inclinaciones
místico-religiosas de los gobernados.
¿Y el buen gobierno? ¡Pamplinas! Importa solo la tremenda necesidad de
creer en “alguien”, más que en “algo”. La gente perdona la falta de solidez en
las ideas y propuestas si el caudillo logra arrogarse de un halo mítico. Hagan
lo que hagan, digan lo que digan, pese a la palmaria incompetencia de sus
gobiernos, los Mesías se ven consagrados de infalibilidad. Sus seguidores nada
se le cuestionan, toda insensatez se justifica, todo absurdo es racionalizado
porque lo primordial importante es el voluntarismo mágico del líder, no esa
entelequia de las “políticas públicas”. ¿A quién le importa cómo echar a andar
la economía, transformar las instituciones o plantarse con realismo ante los
retos del mundo actual? Lo esencial es personificar la inmarcesible esperanza, ¡ah!
y señalar al mal. ¡Eso! El caudillo posee el monopolio de la autoridad moral
porque al encarnar al Pueblo solo él es bueno y justo. Promete infatigable, pontifica,
denuncia al mal con dedo flamígero. Si sus alegatos mesiánicos no resuelven
problemas ni dan salidas, si la voluntad inmaculada no conduce a ninguna parte,
eso es lo de menos. ¡Tenemos a un Iluminado!
En México el culto oficial al presidente no es nuevo. La lambisconería
al “Jefe de la Nación” era elemento consustancial al régimen priista. El Señor
Presidente era Norte y guía, ser y deber ser, guardián infatigable de las
instituciones, intocable para la crítica y objeto de las más abyectas
adulaciones. ¿Porque ahora, triste tiempo de restauraciones autoritarias,
habría de sorprendernos el nuevo apogeo de los sicofantes? Viene al caso
recordar aquella ocasión cuando el -a la sazón- gobernador de Campeche, un tal Carlos Sansores Pérez, ató las agujetas
de un zapato de Luis Echeverría, “no se vaya Usted a tropezar, Sr. Presidente”,
aclaró el servil mientras lo hacía. Hoy vuelve por sus fueros el omnímodo presidencialismo de antaño, por eso no es
inaudito escuchar de los labios rellenos de colágeno de Layda Sansores, (digna
hija de su padre) cosas como “Líderes como usted nacen uno cada cien años, Sr.
Presidente”, ni al rastrero profesional de Alejandro Rojas Díaz Duran proponer el
cambio de nombre del estado natal del primer mandatario como “Tabasco de López
Obrador”. Más bien es cosa de irse reacostumbrando.
Pero con Andrés Manuel López Obrador el asunto de ser líder de culto tiene,
además de la añoranza presidencialista, el agravante de tratarse de un
personaje dueño de una tenaz vocación de predicador. Esto de poseer cualidades de predicador ha
estado presente en el culto a la personalidad de varios caudillos del Tercer
Mundo obsesionados, además de con su paso a la “Historia”, con la “correcta” educación
del pueblo y con guiar a la gente en los terrenos no solo políticos, sino
también en los morales y personales. El Peje ha escrito y hablado de “construir
una fraternidad universal, más humana y espiritual con todos los pueblos del
mundo” de edificar “aquí en la tierra, el reino de la justicia”, para “poder
vivir sin pobreza, miedos, temores, discriminación y racismo.” El factor
moralino es consustancial a su estilo de gobierno y a en la impresión que
quiere dejar en “La Historia”. “Viva el amor al prójimo”, gritó en un Zócalo
desolado quien insulta adversarios y propala el discurso de odio todas las
mañanas. Un Zócalo que el Sr. Presidente añora atiborrado de feligreses,
perseverante en su idolatría al caudillo, “milenario” (diría él) en su historia.
Le urge dirigirse al sagrado Pueblo, su espejo indefinido e indefinible al
cual, a un tiempo, adula y representa, para volver a endilgarle su perpetuo
sermón. Como buen megalómano, AMLO cree cumplir una gesta histórica, aspira a
la creación de un tiempo nuevo, a presidir una etapa de regeneración imbuido en
el fervor cuasi divino de hacer un mundo a su imagen y semejanza. Pero tras
esta aparente munificencia el narcisista solo puede ofrecer miseria moral y una
alarmante indigencia intelectual.
Pedro Arturo Aguirre
Publicado en Etcétera
19 de septiembre de 2020
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