“La
estupidez nunca se pasa de la raya.
Allí
donde pone el pie, ése es su territorio”
Jerzy
Lec
La estupidez ronda campante y vigorosa alrededor de este afligido mundo. Desde luego, esto no es una revelación. La estupidez es tan vieja como la humanidad y, como escribió Paul Tabori, siempre ha sabido aparecer, oportuna, en dosis abundantes y mortales. Pero estos oscuros tiempos son los del apogeo de la estupidez. Las redes sociales, el populismo, las crisis económicas, el resurgimiento de los nacionalismos, las polarizaciones sociales y la proliferación del odio engendran millones de nuevos acólitos de la insensatez y el delirio. Y ahora, fenómenos como el calentamiento global y el coronavirus son pretextos idóneos para la invención de charlatanerías cada vez más extravagantes. “Jamás debemos subestimar a la estupidez humana”, advierte Yuval Noah Harari. Los devotos de la irracionalidad son millones y su poder puede llegar a ser infinito. A veces un solo estúpido basta para cambiar la historia mundial.
Las teorías conspirativas
han sido uno de los vehículos preferidos de la estupidez. Gracias al internet, hoy
estas locas narrativas avanzan rampantes por todo el planeta. Con la aparición
de los populistas se han embalado aún más porque no hay como un buen demagogo
para propagar el absurdo de la actualmente llamada “posverdad” entre pueblos ávidos de creer lo que sea. Y,
en verdad, (hablando de la estupidez como nuestro Zeitgeist) como
mexicano uno solo puede quedarse perplejo ante la forma como los pueblos pueden
quedar subyugados ante el encanto de los demagogos. Ver a nuestro gobierno cometer
“gansadas” una, tras otra, tras otra, cada vez más flagrantes y hasta
ridículas, y mantener casi indemne su popularidad es una experiencia alucinante.
Las teorías de la
conspiración tampoco son una novedad, pero las incertidumbres actuales aumentan
su difusión y han dado lugar a una verdadera joya del irracional más grotesco:
el QAnon, idiota incluso dentro de la precaria escala de las versiones conspirativas.
Según esta sandez, existe una “vasta organización” secreta y criminal formada la elites cercanas al Partido Demócrata cuyo fin
es aniquilar los “logros” de la administración Trump y acabar con su lucha en
favor de los “valores cristianos”. Surgió en internet, fangal propicio para
cualquier inmundicia. Pinta a Donald Trump como una especie de caballero medieval,
un nuevo Lancelot, dedicado a tratar de derrotar a unas élites perversas dirigidas
por los Clinton, Gates, Obama, Soros y Tom Hanks, los “verdaderos dueños de los
hilos del mundo”, capaces de manipular las bolsas de valores, provocar
incendios, crear la pandemia del coronavirus y, en su tiempo libre, dedicarse a
violar a niños y beber su sangre.
Todo esto sonaría a una
macabra broma, pero el propio Donald Trump ha mostrado públicamente su apoyo al
movimiento y ha contribuido a difundir algunos de sus infundios. Incluso se ha
convertido en una corriente política dentro del Partido Republicano con
potencial de tener mayor peso y capacidad de penetración que el Tea Party,
surgido en el ala derecha republicana hace una década. Q ya es el emblema de
una difusa plataforma conspiranoica. Su presencia en las redes sociales cobra
fuerza día a día, pese a ser cada vez más osadas sus barbaridades y demencias. Según
una encuesta reciente (Daily Kos/Civiqs) más de la mitad de los votantes
republicanos creen en la teoría completamente (33 por ciento) o parcialmente
(23 por ciento). Sólo el 13 por ciento la considera falsa. Más grave aún, varios
candidatos republicanos al Congreso en las elecciones de noviembre se
identifican con esta vesania.
Que un bulo como este se
extienda como el más contagioso de los virus exhibe a Estados Unidos como una
nación al borde del precipicio. Pero no solo es ahí. Este delirio colectivo
incluso ha arraigado en países como Alemania, España, Reino Unido, Francia e Italia.
Al igual que sus homólogos en los Estados Unidos, los partidarios europeos de Q
ven el coronavirus y las medidas de contingencia impuestas para combatirlo como
parte de un complot de las élites globalistas para controlar a la población. También
adulan a Donald Trump. En las manifestaciones recientes anticonfinamiento
celebradas en Berlín recientemente se dejaron ver, junto a viejas banderas del viejo
Reich alemán, imágenes de Trump, de Putin y emblemas de QAnon. En Alemania, el canal conspiranoico
QlobalChange cuenta con más de cien mil suscriptores, y la versión francesa con
más de sesenta mil.
Mucho llama la atención la heterogeneidad de los militantes europeos de
esta absurda causa. No solo son de extrema derecha, sino también suma a hippies
trasnochados, devotos de las medicinas alternativas, fieles de oscuras sectas
religiosas, jóvenes desorientados y veteranos caídos en el abismo de la realidad alternativa. Unidos marchan irremediables
ignorantes, artistas consolidados, líderes de opinión, demagogos y estafadores de
toda laya. Tal cosa es posible porque QAnon se adapta a
las circunstancias locales y ajusta las narrativas en torno a las pretendidas conspiraciones
de las élites locales pero, eso sí, sin dejar de tener en común siempre el
concepto de una “meta-conspiración” basada en la existencia de “Estado profundo”
y de una “cábala de élites”, todo ello aderezado con el amarillismo siempre perturbador
de la pedofilia.
Las teorías conspirativas
justifican una visión violenta del mundo, porque la violencia aparece como una
forma legítima de actuar en contra de las fuerzas malvadas. Así ha sido, como
mínimo, desde la Edad Media y a lo largo de toda la historia. Recuérdese, por
ejemplo, como los falaces Protocolos de los Sabios de Sion fueron utilizados
por los nazis para apuntalar el Holocausto. Los regímenes totalitarios y
autoritarios siempre se han valido de estas paparruchadas para iniciar persecuciones
y propalar el odio. Múltiples son los grupos terroristas que acreditan la razón
de su “lucha” en el combate contra supuestas “potencias oscuras”. Véase la lista
de algunos atentados e incidentes graves recientes inspirados por teorías
conspirativas: en 2011 un sujeto asesinó a seis personas e hirió a una
congresista en Tucson (Arizona), porque creía que los atentados del 11 de
septiembre de 2001 eran un complot gubernamental; racistas convencidos de la existencia
de un plan para eliminar a la raza blanca perpetraron las matanzas de Christchurch
(Nueva Zelanda) y de El Paso (Texas); un fanático intentó prenderle fuego a una
mezquita en Bayona (Francia) convencido de que el incendio de Notre Dame fue
obra de musulmanes; un chiflado se presentó en una pizzería de Washington armado
con un rifle de alto poder porque creía que el local era parte de una red de
tráfico de menores encabezada por Hillary Clinton.
El auge de la
irracionalidad es la verdadera y más peligrosa pandemia. Tras la estupidez acecha
el cataclismo.
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