Imprescindible
en el populismo es la arenga anti-elitista. Se abomina a las élites y no solo a
las producto de la desigualdad económica, sino también a las concebidas como
comunidades cerradas fundadas en la alta educación y los logros personales. Bajo
esta lógica, con singular furia se vilipendia a expertos e intelectuales, de
ahí expresiones desdeñosas de los líderes populistas actuales de Trump a Putin
y de Erdogan a AMLO tales como: ¿Para qué queremos a los expertos? ¿Quién
necesita a los intelectuales?.
El anti-intelectualismo
tiene una larga tradición. El politólogo Richard Hofstadter exploró las
profundas raíces del rechazo a los “sabiondillos” en Estados Unidos y llegó a
la conclusión de que tuvo sus orígenes en características anteriores a la
fundación de este país: la desconfianza ante la modernización laica, la
preferencia por soluciones prácticas a los problemas y, por sobre todas las
cosas, la influencia devastadora del evangelismo protestante en la vida
cotidiana. También llama mucho la atención su reflexión ante la ironía de que
en un país creado por intelectuales (la mayoría de los firmantes de la
declaración de Independencia lo eran) se deprecie y desconfíe tanto del
político capaz de anteponer la razón a los sentimientos o a la fe. También
subraya algo cardinal para entender a quienes reniegan de la inteligencia en
política: “La mente fundamentalista es esencialmente maniquea; interpreta al
mundo como un escenario del conflicto entre el bien y el mal absoluto y, por lo
tanto, desprecia los acuerdos (¿quién pactaría con Satanás?) y no puede tolerar
ambigüedad alguna”.
Estos axiomas
sobre el carácter maniqueo del anti-intelectualismo aplican perfectamente a todas las mendaces demagogias al alza que hoy pululan
por aquí y por allá. El acendrado odio a la
inteligencia en absoluto es privativo de la derecha cristiana del Partido Republicano,
está presente en las actitudes de los populistas de izquierda y derecha que
dividen al mundo en buenos y malos, no admiten ningún tipo de matices para atemperar
sus dogmas y denigran a quienes -supuestamente- solo hablan para "los
pocos" y -por consiguiente- responden en exclusiva a las expectativas y
preocupaciones de “los pocos” porque ignoran las preocupaciones e intereses de
las mayorías, las cuales perciben sus valores menospreciados. Se opta por
desterrar a la razón de la tarea de gobernar y por desconfiar de la
inteligencia como un atributo indispensable en los líderes. Los resultados de
todo esto suelen ser desastrosos.
Frente a las
sofisticaciones intelectuales y complejidades de la existencia humana, los populistas
contraponen una cosmovisión maniquea la cual procura simplificar todo y
reducirlo al sencillo contraste blanco/negro. Recelan del razonamiento, la
ciencia y la técnica. Depositan toda la fe en los bondadosos instintos del
pueblo y en su infalible “sentido común”. La irracionalidad ayuda al fortalecimiento
del Caudillo y su “conexión especial con el pueblo”. Los líderes populistas
jamás enumeran entre sus virtudes la capacidad técnica, sino más bien enfatizan
por encima de todas las cosas su maravillosa “sensibilidad”. También son
proclives a exigir “fe ciega” y a reconocer en sus colaboradores más la lealtad
que la eficiencia. En sus discursos, los llamamientos emocionales dominan
siempre sobre los planteamientos racionales. “La razón paraliza, la acción
moviliza”, decía (don Benito) Mussolini. No se trata de hacer pensar a los
seguidores, sino de movilizarlos.
Este
fenómeno debe mover a la reflexión a quienes defendemos un orden político
liberal porque evidencia la dificultad creciente de lograr consensos racionales
para unir a las sociedades, significa una discordia entre la libre deliberación
democrática y el conocimiento experto y contrapone a las distintas formas de
construir certezas sobre el mundo. Se urde una batalla absurda entre ciencia
frente a pensamiento mágico, hechos contra posverdad, lo complejo versus lo
simple. Estas tensiones son los rasgos primordiales de un conflicto cultural e implica,
entre otras cosas, el rechazo radical a ciertos cambios económicos y
tecnológicos muchas veces causantes de exclusión social. Por eso comprenderlo
en toda su amplitud es axial para poder superar la actual crisis de la
democracia. Pensemos la reacción anti-intelectual como una oportunidad para reconocer,
con humildad, las limitaciones del saber experto. Es fundamental gobernar de
acuerdo a los dictados de la racionalidad, pero es inaceptable hacerlo con una
actitud displicente ante las tradiciones culturales y las necesidades sociales.
No se trata de caer en la tentación de considerar a los populistas simplemente
como “tontos profundos” o, peor aún, ceder en la provocación de fútiles
descalificaciones. ¡Cuidado con iniciar contra el populista una guerra de
improperios y adjetivaciones! ¡Aguas con
hacerle el juego al furor anti-elitista y reforzar, así, al demagogo! Como
escribió Ece Temelkuran, estupenda analista turca del fenómeno populista actual:
“El lenguaje del debate político se reduciría a una especie de lucha libre
donde todo está permitido, hasta que incluso los intelectuales más prominentes
terminen bailando al son de los populistas.” Hagamos la autocrítica del
discurso elitista. Los populistas no provienen de la nada, son la respuesta,
muchas veces desesperada, de los millones marginados y olvidados.
Pero, por otro
lado, jamás le demos la espalda a la racionalidad. Por ejemplo, en México sus
defensores describen a AMLO como un hombre que proviene del “México profundo”,
y destacan su obsesión con la pobreza y la desigualdad. Por ello justifican que,
para él, los temas de la democracia, los derechos humanos y la modernidad
resulten una exquisitez. Lo que importa es resarcir por fin, a las mayorías. Jorge
Zepeda Patterson escribió no hace mucho sobre nuestro Peje: “Ciertamente
algunas de sus apreciaciones resultan rústicas a nuestros ojos, carece de roce
internacional, está encerrado en sus lecturas del siglo XIX y en los mitos de
sus héroes, y maneja una decena de pulsiones que repite sin cesar. Pueden
parecernos simplistas, pero son las que emanan cuando se mira desde abajo el
país que hoy tenemos”. Y en base a ello, se supone, demos excusar la
ineficacia, la estulticia y los rasgos autoritarios del jefe, porque su
inspiración es “noble y justa”. Pero, evidentemente, no basta con la
sensibilidad social. Un líder incapaz de
construir mínimos de convivencia entre sus gobernantes para alcanzar
metas comunes indefectiblemente lleva al desastre. Cierto, es imposible seguir
gobernando en detrimento del “México profundo”, pero igual de insensato es ir a
contrapelo de la modernidad y de las reglas elementales del buen gobierno
porque son, precisamente, los sectores populares y desprotegidos los más
perjudicados cuando un presidente fracasa en sus tareas de administración por
entregarse al frenesí voluntarista.
Los
problemas complejos de las sociedades modernas no encuentran salidas fáciles.
Hoy abundan quienes alegre e irresponsablemente ofrecen atajos, hombres fuertes
que constituyen una amenaza real para las sociedades abiertas. Por eso es tan
importante entenderlos como lo que realmente son. La tarea demanda defender a
ultranza el pluralismo, pero también comprender las causas económicas, sociales
y culturales que llevan a la gente a votar a los populistas, y procurar un
lenguaje atractivo y renovado en contenido y emociones.
Pedro Arturo Aguirre
publicado en Etcétera
26 de septiembre de 2020
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